Uno de los lavaderos de naranjas de Ceballos.
Foto probablemente tomada en los años 20 del siglo XX.
Seguir habitando a nuestras anchas, por fuerza de la memoria, lugares únicos, incluso después que entraron a la invisibilidad junto con nuestra infancia llevándose la pequeñez y extrañeza propias del rincón protector en la casa demasiado grande, puede ser un signo de buen augurio. Puede ser el indicio de que también tengamos derecho de propiedad sobre otros espacios o niveles de la alegría más abiertos, universales e inclusivos —digamos, el paraíso—, de los que sólo nos dan pruebas tan ambiguas e incontrastables, a veces, como nuestra fe o la esperanza que seamos capaces de sentir.
Hay un sitio que ha ido deviniendo un núcleo de mi universo invisible, pero habitable, y que, por tanto, debe de ser uno de sus puntos de entrada y salida.
Se alzaba en una de las esquinas de la cuadra donde yo vivía, es decir, cerraba por un extremo mi calle, lo que era, para mí, lo mismo que el cosmos. Este sitio le presentaba la cara, y le ponía límite, a la barbarie indeterminada del campo abierto alrededor de mi pequeño pueblo.
Allí iba a parar cada fruto que era capaz de concebir la tierra en Ceballos. Naranjas, tomates, melones... y todos los tintes y aromas en que se transformaba la pátina monótona del humus, llegaban en carretas, dentro de cajas, porque no podían seguir adelante y salir del pueblo, irse a fábricas y mercados sin antes detenerse en aquel cuadrante exacto y maravilloso, donde sucedía el prodigio de que la porción de suelo más pisada y transitada no era una capa de tierra roja.
Te parabas encima con las piernas muy abiertas y, afincándote fuerte, empujando, podías hacer que se moviera algo hacia adelante y hacia atrás, pero no hacia los lados. Superficie mayor que el piso de la sala de mi casa. Intentabas mirar entre los gruesos tablones cogidos con tornillos de cabeza plana y apenas encontrabas algunas grietas, aunque de poco servía, porque lo que alcanzabas a ver por pedacitos, según el tamaño de la ranura donde pegaras un ojo, no te daba para armar en tu cabeza qué aparato podía hallarse abajo, en aquellas condiciones, oculto y a la vez protegido. Qué mecanismo, con tanta fuerza, y al mismo tiempo con tanta sensibilidad, para soportar el peso aplastante de las carretas sin dejar de distinguir la cantidad exacta de mieles que en cada primavera lograba escapar al estrago de las abejas y los zunzunes.
El Moro, un hombrecito prieto, apachurrado, era el único con autorización a interpretar la romana, y a firmar cada “vale”: una hoja donde se anotaban arrobas, libras y kilogramos, además de fecha y hora, lo que tomaba el timonel del tractor para poder continuar su travesía. En la misma casucha forrada con zinc, sólo un cartón separaba el lado que constituía el centro de trabajo del lado que era hogar de otro hombre. En esta otra pieza, más estrecha y oscura, que parecía una cueva, vivía Ñin, alguien que soportaba la maldición de la soledad quizás porque, antiguamente, siendo chulo o regente de virtudes femeninas, le habían sobrado las mujeres.
Ya en una nueva época donde la Revolución iba a barrer con las lacras del pasado, uno de los guardias voluntarios a cargo del cuartel, Leuterio, padre de Lázaro el bobo, había acusado a Ñin de un delito impensable, increíble para quienes lo querían, convirtiéndolo quizás en el primer representante del poblado dentro de las nuevas cárceles, de donde saldría ya viejo y enfermo. Allí, en lo que constituía una prolongación de su calabozo, apenas cabía un catre a lo largo, debajo del cual guardaba su plato con su cuchara, una botella de ron, anzuelos y plomadas. Ñin solía irse los domingos en busca del mar llevando a la práctica, entre niños, o junto con su mejor amigo, Nenito Reyes —nieto del legendario capitán libertador Simón Reyes—, las teorías que lo investían como la máxima autoridad en cuestiones de ensartar a un pez por la boca. Colgando del techo, sobre su catre, había siempre al menos un par de cañas de pesca.
Aquel momento en que los tractores se detenían, aún con el motor encendido, cuidando que las gomas de la carreta quedaran encima del cuadrado de La Pesa, y el tractorista saltaba a tierra, rápido, a tomar la hoja del “vale”, era la oportunidad que velábamos para lanzarnos por detrás al abordaje. No precisábamos llevar jabas ni sacos. Bastaba usar una camisa, mejor desabotonada, cuyas puntas anudábamos a la altura del ombligo, y ya, de pronto, teníamos buena bolsa a la espalda. Bolsa capaz de tolerar tantas naranjas, o lo que agarráramos, como tan fuerte se comportase el nudo, tan nueva o resistente fuese la tela. A veces nos sorprendían in fraganti y, mientras corríamos, con la carga de frutas a saltos, siempre a alguno le sucedía que se le rajaba la camisa.
Dos de nosotros, mis primos Iván e Ivel, vivían por suerte a un costado, el del flanco trasero, el más encubierto, donde Ñin sembraba lechugas y cebollinos para venderlos por mazos. Una mata de aguacate, en el patio de ellos dos, servía de atalaya, con tal de prepararnos a tiempo para el arribo de las carretas. A lo lejos, el color dorado era el que nos ponía más felices, pues avisaba al paladar la cercanía de mandarinas. El verde chillón, propio de los limones, llamaba a alerta de combate: podía formarse bien una limonada, bien la tiradera.
Nada le molestaba tanto al Moro como que metiésemos nuestras manos en el instante en que él hacía lectura de la balanza. Lo hacíamos trabajar doble, si un tractorista se daba cuenta y volvía adentro, para reclamar la diferencia que significaba el peso de nuestros cuerpos, además llenos de churre. Alterábamos a placer aquellas estadísticas generales. Supuestamente podía costar que al final del día alguien saliera acusado de robo o desviación de recursos. Sin embargo, no era la pérdida económica lo que más les preocupaba, de acuerdo con el mensaje con que se detenían a veces ante la casa de alguno de nosotros para dar la queja, sino que acabáramos hechos papilla bajo una rueda o un montón de cajas desprendidas. Y seguro tenían razón.
Cuando la quietud convertía a La Pesa en un contrafuerte inaccesible, aún nos quedaba el recurso de apostarnos una cuadra más arriba, en la curva por donde llegaban las carretas desde el Embarcadero. La técnica era fingir que íbamos a cruzar la calle, mientras pasaban por nuestro lado, y, apenas el tractorista ya nos perdía de vista detrás de su masa de cajas, echar a correr detrás. Nos enganchábamos saltando sobre un pequeño borde de metal que siempre sobresalía, y trepábamos a lo alto —nunca eran menos de cinco o seis filas de cajas tensadas con sogas de lado a lado— metiendo los dedos en las hendijas de las tablas. Uno que lograse prenderse parecía suficiente, entonces los demás podíamos dedicarnos a ir detrás recogiendo las frutas lanzadas. Pero ya en ese punto lo que nos atraía no era simple cuestión gustativa sino la competencia por dar el paseo prohibido, nadie se conformaba con quedarse abajo corriendo.
En vez de La Pesa, algunos mayores le decían La Grúa. Antes de ser intervenida por el gobierno revolucionario y pasar a propiedad del Estado, de la Empresa de Acopio, muchísimos años atrás, cuando sólo recibía cañas provenientes de la finca de su creador-dueño, Alfredo González, uno de los puntos más altos del pueblo era su armazón preparada para levantar aquellas cañas, inmediatamente después de pesadas, y arrojarlas dentro de las casillas que esperaban al lado, en la línea ferroviaria. Al principio dos bueyes —luego sustituidos por un tractor, con tal de ahorrar tiempo—, halando una cuerda, le aseguraban al mecanismo la fuerza necesaria para mantener las gramíneas en alto y que se deslizasen entre los travesaños de madera.
Es lo más cercano a una imagen de La Pesa que he podido hallar.
En esta instantánea de principios de los años 50 del siglo XX, desde un patio,
se ve al fondo parte de La Grúa perteneciente a La Pesa.
Angelito González, el primero o uno de los primeros pesadores, había compartido con esta función la responsabilidad como alcalde del pueblo. En aquella lejana etapa de la República las naranjas, y el cítrico en general, según hábitos que venían desde los colonos norteamericanos, no se comerciaban a granel, no con indiferencia de podridas o maceradas, sino por millares, discriminando las que se echaban a perder, contándolas una a una. De meterlas al tren se encargaba luego un team de estibadores expertos, cerca de allí, precisamente en el Embarcadero. Sin embargo, de este otro lugar, aparte del nombre, sólo perduraba una gran plazoleta sobre pilotes, habiendo devenido un punto para amontonamiento agrícola indiferenciado, a donde entraban a cargar las carretas que nosotros esperábamos afuera con ansiedad.
Cierta vez que alguien culpable de homicidio pasional andaba suelto, se dijo que había estado durmiendo donde menos podía alguien imaginárselo, bajo La Pesa, aprovechando un tablón flojo o partido.
Cuando me llevaron a estudiar becado, a una de las doce Escuelas Secundarias construidas en los años setenta alrededor del pueblo, en medio de los naranjales, engendros donde se malograron generaciones —más tarde supe que ciertos poetas, mezclas de estilo oficialista y coloquialista, en algunas loas a la formación del “hombre nuevo” bajo el precepto de unir estudio y trabajo, compararon aquellos edificios con barcos rompehielos cruzando un océano de azahar—, cada vez que me fugaba, o sea, cada vez que tenía el mínimo chance de alejar el olor nauseabundo de los albergues, me quedaba a dormir en su interior, siempre al menos por una noche, antes de ir a casa y rendirme ante mis padres para ser devuelto a la picota escolar. Entonces yo cabía perfectamente a través del hueco que había quedado en el lugar de un tablón. Así solía desaparecerme del mundo, hasta una madrugada en que Ñin descubrió mi escondite, porque a lo mejor sentí frío, hice ruido, y él, que se revolcaba en su catre, seguro aún tenía presente el temor al asesino suelto.
Empezaron un día a llevarse los tablones. Quedó una triste cavidad en la tierra, atravesada por costillas de hierro. Se había levantado, a la entrada del pueblo, un gigantesco Combinado Citrícola con un nombre en letras rojas que anunciaba incluso a los aviones la indestructible “Amistad CUBA-RDA” (República Democrática Alemana). Por devaneos de aquella especie de amistades posesivas, mi hermano Félix un día salió de paseo a Europa, a conocer el lado limpio, sin grafitis, del muro de Berlín. Desde allá trajo, entre innumerables asombros, uno que seguiría inquietándome largo tiempo, después que lo desempaquetó una noche en cierta asamblea barrial. Él no entendía por qué, en Alemania, a donde quiera que iba le brindaban jugo de naranja con etiqueta “De Ceballos”, mientras que en nuestro pueblo nunca teníamos oferta siquiera de un vaso de jugo, ni de limón. Aquella crítica venía repitiéndose año tras año y, como de costumbre, el distinguido presidente de la asamblea volvió a aleccionar a los vecinos sobre la complejidad o seriedad del tipo de relaciones estatales, pues la empresa local era la productora, que colocaba en una instancia provincial la cosecha, que luego otra empresa debía distribuir equitativamente a nivel nacional, es decir, traerla de regreso al pueblo, etc. No obstante, hubo cierta acogida subjetiva para Félix. Un dato confirmado allende el mar parecía doblemente significativo. Hubo rumor, cuchicheo. Se hizo constar en el acta de la asamblea que el señalamiento del compañero que había conocido la nieve sería, otra vez, “elevado”. Y así fue. Aunque en el único bar de Ceballos jamás caería, en todo ese año, y hasta hoy, ni una gota de jugo natural.
Empezaron un día a llevarse los tablones. Quedó una triste cavidad en la tierra, atravesada por costillas de hierro. Se había levantado, a la entrada del pueblo, un gigantesco Combinado Citrícola con un nombre en letras rojas que anunciaba incluso a los aviones la indestructible “Amistad CUBA-RDA” (República Democrática Alemana). Por devaneos de aquella especie de amistades posesivas, mi hermano Félix un día salió de paseo a Europa, a conocer el lado limpio, sin grafitis, del muro de Berlín. Desde allá trajo, entre innumerables asombros, uno que seguiría inquietándome largo tiempo, después que lo desempaquetó una noche en cierta asamblea barrial. Él no entendía por qué, en Alemania, a donde quiera que iba le brindaban jugo de naranja con etiqueta “De Ceballos”, mientras que en nuestro pueblo nunca teníamos oferta siquiera de un vaso de jugo, ni de limón. Aquella crítica venía repitiéndose año tras año y, como de costumbre, el distinguido presidente de la asamblea volvió a aleccionar a los vecinos sobre la complejidad o seriedad del tipo de relaciones estatales, pues la empresa local era la productora, que colocaba en una instancia provincial la cosecha, que luego otra empresa debía distribuir equitativamente a nivel nacional, es decir, traerla de regreso al pueblo, etc. No obstante, hubo cierta acogida subjetiva para Félix. Un dato confirmado allende el mar parecía doblemente significativo. Hubo rumor, cuchicheo. Se hizo constar en el acta de la asamblea que el señalamiento del compañero que había conocido la nieve sería, otra vez, “elevado”. Y así fue. Aunque en el único bar de Ceballos jamás caería, en todo ese año, y hasta hoy, ni una gota de jugo natural.
Daban pena los mayores, impotentes, que se complicaban tanto para hallar el camino más corto de una fruta desde el gajo al estómago. No había que ser un genio ni irse muy lejos. Las alternativas, cuando a uno se le hacía la boca agua, eran tan sencillas como subirnos a la mata de aguacate.
Aún yo desconocía que en su pasado había existido la torre de madera de una grúa. La Pesa para nosotros era nada más La Pesa. Aparte del postecito por donde bajaba un cable con electricidad, nada la disparaba hacia el cielo. De noche allí nos sentábamos a pelar naranjas, sin cuchillo, clavándoles las uñas, y a contar estrellas.
24 de noviembre de 2010.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario