Sucederá hoy como nunca, antes que las garzas se recojan sobre el sauce llorón. Antes que la tarde del trópico haga una mueca simiescamente y anochezca. Irá quedándose sin aire, sin sensibilidad en las piernas olímpicas que han aguantado siempre su peso de “escaparate de libros”, aunque nadie debe apurarse por llegar al momento histórico, eso ocurre al final. Primero se irá quedando sin amigos, por mucho que quiera verlos volver con pinturas, con platicos de dulces, a pesar de que escuche sus fantasmas en el tránsito desde el sillón en la sala al cuarto del fondo, que tendrá que cerrar.
Decidirá darse una vuelta por el asilo y devolver la caricia a la negra Baldovina. Como quien conversa, escribirá largamente a Eloísa, su hermana allá en el exilio. Aprovechando que pone un punto y seguido pasará delante del espejo, reirá al ver cómo le quedan esos últimos calzoncillos que ella le enviara, no debe olvidarse de mencionar en la próxima frase también las cuchillas.
Lo de los amigos, algo borroso de última hora, al final tampoco lo tiene claro, por lo que se dará un saltico a la cima pelada que significa la muerte superior de su madre, donde la falta de oxígeno ha hecho la escogida, allí otra vez pasará lista entre los presentes. Su soledad no le dejará dudas, sabrá que es definitivo, que de cierta forma ya sucedió lo que de cualquier modo hoy estamos invitados a ver y registrar como un acontecimiento. Sentirá un vacío con la textura de un lienzo que recuerda aquella tierra de camposanto que la niña Borrero, en La Florida, quiso adelantarse a conocer.
Sin tiempo para más, de regreso, pegará la cara al vidrio de la librería, viendo si ya dejan pasar el Zeppelín de su novela, disculpado por un artefacto suficientemente grande, lento e inofensivo. Sin embargo, pues morirse nunca es un viaje fiable para un alma solitaria universal, buscará, ordenará, atraerá hacia sí, sobre la mano de María Luisa a que se encomienda, maternal, sustituta, la vida y la obra de otros grandes y acogedores como el laberinto de su propio apetito, en especial Julián del Casal, mártir sin estatua ni tumba. En el último instante arrancará de las manos de un crítico marxista aquellas crónicas habaneras para evitarle al eterno enlutado el espectáculo del sermón y la lástima por una supuesta impotencia torremarfilista, lo publicará completo y entonará encima una oda heroica, crecida con la sola presencia, con la mayor prueba de sus propios cuerpos trocados.
Vendrá luego lo inevitable, que apenas quepa por la puerta del auto que lo llevará al hospital, y estarse quieto, inamovible y numeroso en la pradera de una cama que lo convida a las espirales del tabaco. Cerrando sus ojos, hay otro apagón sin previo aviso en La Habana.
Pero aún no es la muerte. Falta lo peor y lo inefable. Empezará a desaparecer, con cada discurso de quienes evitaban la compañía de sus misterios y encontrarán siempre algo curioso que contar agrandando su ausencia. Vendrá la muerte y tendrá su mirada en un museo, medallas, estampillas y ediciones con tirada de lujo, para que otra pareja de jóvenes no esté impelida a robarse sus libros o arrancar el capítulo erótico de Paradiso como quien se estira otra vez en pos de una fruta prohibida. Enredo de los enredos, la muerte constante y brillante. Todos estamos invitados a aguantar la respiración al final. Puede que los sombríos prestidigitadores nunca le desaparezcan completo. Resulta demasiado grande.
Siempre puede quedar, en su cuerpo que es el de la literatura, un temblor o una dichosa falta de oxígeno, otro poeta a pagar la culpa de la belleza, la honradez de sentir miedo.
Aparecerá en su lugar la avenida abierta de otra expresión in-dócil, acusable de in-útil, carne censurada, marginada, desterrada: el próximo joven que se agarra con uñas y dientes a cualquier piedrecita, alguien que abraza algún ideal que marque una profunda diferencia con las realidades que se archivan… Cada cual desde su nueva herida podrá decirle mañana, mudo, como si fuera su doble para escenas de alto riesgo, lo que escribirá hoy su enemigo más íntimo, Virgilio Piñera, al recibir la noticia: “Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero.”
19 de diciembre de 2010.
Centenario de José Lezama Lima:
La Habana, 19 de diciembre de 1910-Ídem, 9 de agosto de 1976.
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