26 oct de 2010

Amanece



Sus poros se dilatan en la claridad del aire. Siente que es dueño otra vez del cuerpo vivo, la sangre rápida, la blancura y el calor de su cuerpo en medio de todas las cosas reales y palpables que llenan el cuarto. Puede imaginar, por encima del trabajo de su corazón, y a través del ligero silencio de la casa, las dos manos rugosas de su madre moviéndose desde muy temprano en torno a las hornillas y el fregadero.

Cruzan su memoria unos versos exóticos de un poeta inglés que escapaba de un manicomio y se tendía sobre una colina a respirar, también él por instantes llega a sentirse así, como Dios, desde que tiene la seguridad de que no le pertenece todo el tiempo de su vida y que en algún momento tendrá que decidir entre morir o dejarse poner en una jaula. Ya un nuevo día significa para él algo más que la simple acumulación de oxígeno en los pulmones. Retoma sus chancletas y sale en busca del vaso de leche que cada mañana lo espera sobre la mesa del comedor.

Tira la puerta del cuarto sin romper el silencio. No está el vaso de leche. Inexplicables pensamientos dan vueltas como aves oscuras en el hueco de su mente sin que se atreva a hacerlos suyos. Alguien ha encendido la bombilla del comedor, pero no está el vaso de leche.

Sigue hacia la cocina, encuentra todo en penumbras, calderos, platos sucios bajo la llave. Angina de pecho, eso padece la madre, y últimamente tiene una presión tan baja que suda frío, a veces se queda con la vista en blanco. Corre al primer cuarto, la haya envuelta en la colcha. A su lado respira por la boca aquel hombre que nunca lo mira ni se sienta a la mesa cuando ella sirve tres platos, sólo duerme boca arriba, desnudo. Le susurra, pero ella no responde.

Hala la colcha. Descubre que su madre sostiene las puntas de la colcha con dedos agarrotados y tiesos como alambres. El terror lo sacude, una sensación de vacío y derrumbe atraviesa sus huesos, muerta, la madre está muerta, no puede aceptarlo sin sentir que estalla en un grito de horror. Por primera vez se ha quedado solo en el mundo y tiene frente a sí la prueba palpable de su falta de fuerzas para vivir, el cuerpo frío y duro de ella bajo la colcha. Ve entrar ya a sus hermanos y acusarlo abiertamente, dirán que la fue apagando poco a poco, exprimió su corazón. Ella había tenido que cuidarlo más allá de lo normal, dirán, tantos años metido bajo su falda.

Grotesca y casi impensable les parecerá a las mujeres de sus hermanos cualquier idea de sustituir a la madre. Ellos no pueden —los oye, los ve gesticular—, ni el ejército ni el periodismo dejan tiempo. Y al otro día, apenas acabe el entierro, el padrastro buscará un pretexto para echarlo de una casa que había construido antes de conocer a su madre. Comprende entonces, con una tranquilidad que proviene de un conocimiento muy antiguo, que quizás ha llegado el momento de poner fin a su vida. Quitarse del medio nunca sería algo tan embarazoso como sobrellevar los comentarios y las burlas.

Infinidad de veces había repetido mentalmente tales circunstancias, para ajustar y pulir sus movimientos. Buscar las pastillas bajo la almohada de la madre, ahí están, redondas, multicolores, y tragárselas, mientras más duras y pequeñas mejor, definitivas, con agua del lavabo, y acostarse después bajo la ducha a recibir el sueño. Quisiera alejarse del remolino de ideas que crece como un punto negro en su interior. Dios no le incumbe. Había tenido siempre demasiada conciencia de sí mismo y su enfermedad, por eso a Dios lo sentía llegar siempre tarde y de un modo tan desproporcionado que nunca alcanzaba a inmiscuirse en sus vagos y grandes designios. Piensa, mejor, en sus dos hermanos, simples, fuertes: al asentarse la noticia del suicidio dentro de sus cabezas, acabarían cubriendo con algo de virtud y valentía el recuerdo de su hermano más pequeño.

Continuaba aumentando el frío del piso, insoportablemente, encajándose en sus huesos, y los rostros de sus hermanos crecían sobre el fondo blanco de su memoria, ásperos, cada vez más nítidos. ¿Eran inofensivas las tabletas? Busca las cuchillas de afeitarse el padrastro, sobre el marco de la ventana, toma la menos sucia y la hunde en su brazo izquierdo, no tiene filo, no corta, y escoge otras y estira más su brazo, y sigue dándose cortes con la desesperación de no sentir abrirse la carne. Poco a poco, desde una cuchillada a otra el agobio va convirtiéndose en un sentimiento de libertad mientras descubre que tampoco siente dolor. Nada. No siente nada. Y se pone en pie de un salto tirando la cuchilla hacia atrás con la sospecha extraordinaria de que está soñando, y la cuchilla a sus espaldas rebota, efectivamente sin producir sonido: sí, era demasiado artificial la porosidad de las paredes, era un sueño, demasiado profundo y vivo, pero un sueño.

Corre otra vez al cuarto y hala el bulto de la colcha, busca el rostro de su madre. Sólo enfrentar algo tan irresistible violentaría su organismo hasta hacerlo despertar. Los dedos tiesos no sueltan. Se tira de cabeza contra la pared una, dos veces, y le pide al sueño el dolor y la sangre de su cabeza destrozada, si todo fuera tan real, un dolor que nunca pudiera ser disimulado, y se mira en el espejo y lo que ve es un rostro sano, y de un salto golpea con el rostro el cristal que revienta en miles de alfileres. Abre los ojos entonces, despierta en el instante en que tragaba una última gota de oxígeno.

—Mami —dice, e inmediatamente desciende sobre él un sentimiento de vergüenza. «A lo mejor —reflexiona— no fue un grito».

Está sudando.

Da un brinco de entre el nudo de sábanas y mete los pies en las chancletas. Sale del cuarto. La madre no está en la cama. Siente angustia por esa forma de dormir el padrastro, tan parecida al sueño, desnudo, boca arriba. Atraviesa el pasillo. Tampoco hay un vaso de leche en la mesa. Pero al final del olor a nata que endulza el aire, aparece por fin su madre parada frente al fogón, velando el jarro de leche, tambaleándose, medio dormida. No sabe cómo domina tantas ganas de abrazarla por la espalda y darle besos y echarse a reír como un loco.

—¿Anoche volvería a echarme una pastilla en el vaso...? —se pregunta, con fastidio; y después, dirigiéndose a ella:— ¿Por qué? Tú sabes que puedo dormir si quisiera.

Mientras espera a sus espaldas el vaso de leche, la recrimina por querer echarle las culpas de su enfermedad y ser tan bruta que pueda imaginar que con dormir sería suficiente para que él empezara a mejorar y llegara un día a ponerse bien. De pronto, interrumpe sus lamentaciones la voz de algún amigo del padrastro que lo llama por una ventana.

Casi siempre el padrastro se quedaba dormido, y a veces algún amigo del taller no podía esperarlo porque se le iba el ómnibus, golpeaba las persianas y llamaba al padrastro por su nombre y decía algunas malas palabras, hasta que alguien respondiera o abriesen la puerta. Esta vez el amigo parece más retrasado que nunca. Se apura a abrir. Y, en el último momento, cruza delante suyo el padrastro, desnudo, el hombre que no lo mira —¿alguna vez lo miró?—, no lo ve, y abre la puerta.

—¿Qué pasa, viejo? ¿Estás bien?

—Sí... ¿por qué?

—Había ruido, golpes… ¿no oíste ese cristal?

—Ideas tuyas —dice el padrastro aguantando la puerta con las rodillas—. Quizás los perros. Ve a dormir.

Suena el portazo en su interior como el grito de una bandada de pájaros que levantan vuelo, no puede aceptarlo, vuelve corriendo a la cocina y halla todo en penumbras, calderos, platos sucios bajo la llave.

Corre al cuarto de ella y tampoco está acostada, encuentra al padrastro durmiendo boca arriba, solo, enredado en la colcha. Vuelve hacia su cuarto y quiere abrir la puerta con el impulso que trae. Choca contra la puerta. El picaporte no cede. Toma el picaporte con ambas manos para darle vuelta y no gira, no lo siente moverse, como si sus manos no lo estuvieran envolviendo.


Del libro Cadena perfecta
(Premio Cirilio Villaverde 2002. Ed. Hermanos Loynaz, 2004)

22 oct de 2010

Ceballos, The Garden

La foto es de 1974, la hizo mi hermano Fernando
donde se unen la calle I y la Avenida Las Palmas, en Ceballos.
Ahí están (desde el fondo) "mi" casa, luego "mi" tallercito
y por último, en la esquina, "mi" cine.
Quizás soy uno de esos niños que juegan en el lado de la sombra.


Volvimos al pueblo para sepultar a nuestro padre. Cada uno de los tres hermanos enviciado a una máquina de escribir, ninguno heredó el gusto del viejo por la mecánica y los hierros: esta era la fórmula de presentación favorita en quienes nos habían visto crecer sobre la misma tierra roja abrazada por inmigrantes norteamericanos con el sueño de crear un emporio naranjero. En 1900 se fundaba The Development Company para el cultivo y comercialización de frutas cítricas. Trajeron hoteles en piezas desde Estados Unidos. Hotel Plaza, de dos pisos, con 365 habitaciones, escalera de mármol y campo de golf y canchas de tenis, clasificó entre los mayores del país, además coexistieron La Palma Real y El Hotelito. Planta eléctrica, fábrica de hielo —cuyos enormes cimientos hallaba al brincar la cerca del fondo de mi casa— que abastecía de frío a la ciudad de Ciego de Ávila, centro de publicaciones, el príncipe Ruspoli que fabricó su hogar sobre un fortín de La Trocha —el dominio de su vista sobre el paisaje pasó menos desapercibido cuando el periódico Hoy lo acusó en 1941 de espiar al servicio del eje Tokío-Berlín-Roma—: desde ese pasado, la principal impronta recibida en mi alma fue la desazón al intentar asimilar cómo, mientras otros pueblos contaban con barrios chinos o haitianos, definidos por la diferencia étnica, nosotros teníamos probablemente el único “barrio cubano” de Cuba.



Creció y se secó el sueño, desarmaron y se llevaron los hoteles. Por mi madre supe sobre los últimos colonos, Vernon Morrison, Albin S. Uhlin y aquel matrimonio alemán en cuyo hogar estuvo “colocada” apenas con siete años. Limpiaba la casona que le parecía un país, el mismo día de lavar tenía incluso que esperar que la ropa se secase y usar la plancha de carbón porque —austeridad patronal— tomarse un segundo día para planchar significaría un plato de comida más. Fue cuando nací, el año de la zafra de los diez millones, que ella vio por última vez a Ilda, la teutona vino a regalarle para la canastilla una lata de leche condensada y dos jabones. Años de residencia en la ciudad nos causaron el daño, a los tres hermanos, de demorar algunos minutos, antes de advertir cuál era el sitio ideal —pueblo, calle, viento…— para velar y sepultar a nuestro padre. Tuve una extraña sensación de plenitud mientras contaba a mis amigos cómo el cine Nery, propiedad suya —todavía lo pagaba a plazos cuando triunfó la revolución—, radicaba precisamente allí, en la esquina donde ahora se alzaba la funeraria. Pocos metros más allá, por la misma acera, al otro lado del solar yermo en que se había transformado el humilde taller en que él reuniera sus primeros ahorros como mecánico, seguía en pie “nuestra” casa. Sentía que el destino daba puntadas con justicia, con belleza. Parado en la puerta de la funeraria, sustituí en mi mente un edificio por otro: tendido estaba el féretro a la izquierda del cajón para las papeletas, en la taquilla Félix yacía desconsolado, campesinos, fieles amigos hacían grupo en la primera fila de butacas, desde donde se veía y oía mejor aunque los grandes ventiladores te congelaban los huesos. Recordé mi ardid secreto para entrar sin pagar a un cine que no pertenecía a la familia desde 1963. La mayoría pasaba corriendo con la esperanza de perderse en la oscuridad, yo por el contrario esperaba que Lola apartase la vista, daba un paso bajando del portal hacia el interior y me volvía de espaldas, simulando haberme asomado para contarle a alguien afuera qué buena estaba la película. Salí a caminar en silencio, después de medianoche, como si repitiera la vieja trampa pero al revés, y repasé “mi” calle, “mi” acera, simulando ahora que nunca había entrado a la funeraria, que no había pasado tanto tiempo. Ceballos, más que un pueblo, colonia norteamericana de la que solo quedaba en pie un típico bungalow sobre pilotes en las afueras, en la curva de Limpiones yendo hacia Pina, más que próspera industria de cítricos pactada con un gran manto freático, seguía siendo la expectativa compuesta de espacios abiertos e inmediatos, cálidos, espirituales, en torno a casas del tamaño de hombres sin mucho apuro. Dentro de la arquitectura doméstica, la habitación principal y mejor cuidada era el jardín. Gente en amoríos con una tierra amable. Quizás el corazón del pueblo, el punto de apoyo de su estructura, se ocultaba en sus alrededores. La vida podía empezar, por ejemplo, con la noche. Siendo un adolescente, al cruzar la línea ferroviaria que une Júcaro y Morón, como si franquease la antigua Trocha de la que solo quedaban fortines esqueléticos, encontré campos espesos de azahar y repletos de sorpresas, como los caballos que guajiros amarraban antes de irse a dormir. Aunque la guinea creciese alta, cubriendo incluso lomos perlados por el rocío, desde muy lejos podía oírlos morder y masticar, con mucha atención distinguía el ritmo de sus apetitos en medio del rumor nocturno. Cierto día que pintaba particularmente infructuoso, gané fama por poseer un oído fino, cuando mantuve a una pandilla caminando más de tres horas y haciendo alto para dejarme escuchar, con la promesa de que estaba tras el rastro sonoro de un caballo hambriento. El cansancio, entre quienes me seguían en fila india, daba paso a franca burla, entonces aparté un último bulto de hierba y apareció uno de los caballos más grandes y negros de los que tenga recuerdo. Desde esa noche, nadie quería ir a montar sin mí. Cabalgábamos a pelo, competíamos por distintas guardarrayas a ver quién salía primero al otro lado del naranjal. Rodeábamos y atacábamos las becas, Escuelas Secundarias, donde a veces los dormitorios de hembras nos aniquilaban con su alegría explosiva y un maldito desinterés por cerrar las ventanas y las piernas. Si alguien desconectaba un tubo de regadío y lo colgaba sobre un naranjo, ya teníamos río con cascada. Noches hubo en que el dueño aparecía emboscado junto a su animal, en la punta de la soga, harto de encontrarlo suelto por las mañanas; nunca, sin embargo, nos dio alcance una piedra o un machete. Mandarinas del gallego Franco, prohibidas cual pepitas de oro, sabían a gloria. Matas de Roberto Sardinson, enlazadas por arriba formando galerías, tentaban a dormir sobre colchón de lechosas. Zanjas de los campos de Andrés Parrilla, anchas, eran las mejores para nadar o al menos flotar, poco peligro corríamos de que nos sorprendiera El Sinsonte Naranjero, sus décimas improvisadas a viva voz lo delataban. Ojo: evitar el callejón del crimen, allí aún se oía el llanto del niño que su padrino asesinó de un martillazo, también arrastraba cadenas el alma errante de la madre apuñalada. Su compadre fue a verla al hospital el mismo día que ella lo sorprendió robando, tal vez confiaba que, a punto de morir, la pobre no podía articular palabra, pero a ella se le abrieron las heridas cuando lo tuvo delante y comenzó a sangrar de un modo tan acusador que los médicos llamaron corriendo a la policía. Extremo de horror derivó en respeto sagrado, nadie se atrevía a acercarse a la modesta casa de madera, estuvo vacía bajo sol y lluvia hasta que se cayó sola. Lugares abandonados llegan a ser paradójicamente criaderos de sentimientos colectivos, verbigracia la iglesia protestante de tabloncillos, cerrada pero en pie, mudo eco de la fe de viejos inmigrantes: un hombre huesudo, desde una foto pequeña colgada en la pared, seguía mirándote a donde quiera que te movieras. Pongo la mirada en mi infancia, vuelvo los ojos al presente, y se me ocurre que por curar ciudades faltas de emociones, para salvar la civilización, debería hacerse como con los fondos marinos arrasados, donde hunden barcos para que en la chatarra pueda asirse y evolucionar la vida. Pequeñas historias parásitas, imprescindibles, necesitan sus casas abandonadas. Jamás entendí por qué, aunque estuviera lejos de ser un héroe, rompieron la estatua a tamaño natural de Quini, junto a cuyas dos mitades pasaba siempre en mi viaje a la escuela. Tirado frente al antiguo hogar de Joaquín Vázquez, otrora dueño de Ceballos —de los solares, no de las edificaciones, cada familia tenía que pagarle un peso al mes—, yacía el monumento de un padre a un hijo muerto en la flor de la vida. Andando Vázquez por Estados Unidos, aprovechó el hijo para montarse en la avioneta familiar y visitar la casa de su novia. Planeaba a baja altura, alborotaba a su prometida, en cada pase rasante dejaba caer papelitos con mensajes de amor, cuando de pronto, en un giro impresionante, no vio una palma real que se interponía en su destino. Mi padre, en una máquina chevrolet, hacía volar la imaginación con mejor suerte, cargaba el proyector de un cine vuelto ambulante entre lunes y viernes, cuando salía a colectar asombro con una sábana por pantalla. Proyector y tocadiscos, puertas a la utopía del progreso, artefactos de un lujo que daba autorización para pasiones y comedimientos entre señoritas y labriegos con sed de mundo. Iba a La Habana a contratar filmes de última hora, recibía los rollos puntualmente cada semana en la pequeña estación ferroviaria, por eso la juventud de Ceballos abejeaba con ansiedad cada domingo frente al cine. A veces el programa se completaba con lidias entre repentistas como Chanito Isidrón y Apí —gallo del patio— o con peleas de boxeo. Apoteósica fue la victoria contra un circo por la preferencia del público, después que el gerente de trapecistas y leones comentó burlón que adonde su compañía llegaba los cines siempre tenían que cerrar. Cuando tuve edad de pasearme solo por la avenida Las Palmas, ya mi padre tenía vendida su máquina y se había convertido en el mecánico de los agricultores de Ceballos que siempre le confiaban sus anacrónicos tractores americanos para que los salvara del colapso. Todavía el pueblo y el cosmos giraban alrededor de la cartelera cinematográfica cogida con puntillas en una tabla cuadrada. Colarnos en el cine, aunque poseyéramos las dos pesetas, era una técnica de auxilio para salvar el suspenso de películas soviéticas y el palpitar apagado del pueblo reducido a pocos bancos del parque con faroles, así como meternos en el cajón atrás de la pantalla para ver al revés al Zorro o esperar junto a la basura el momento en que tirasen el picotillo de celuloide, escenas censuradas y dañadas que a muchos nos gustaba coleccionar por las vistas de regiones desconocidas a las que teníamos acceso, sobre todo de la geografía femenina.

La noche en que velaban a mi padre dentro del cine, me acerqué a la línea del tren, al otro lado no existía el naranjal del gallego Franco, pero aún así hice un esfuerzo, cerré los ojos y presté oído a través del tiempo y aquellas casas que alejaban más la urdimbre de naranjales, y creo que sí, sentí una paz profunda como el rumor de un caballo grande atado en la oscuridad.

En Ciego de Ávila, agosto de 2005.


Francis Sánchez
Del libro de crónicas: Por los extraños pueblos. Otro mapa de la isla,
comp. Jesús David Curbelo y Norberto Codina, Ed. Unión, La Habana, 2008.

21 oct de 2010

Nieve

De mi diario de sueños.
Anotado al amanecer del 26 de febrero de 2010.

Bailarines de la región de las nieves viajaban hasta la otra mitad del mundo con el único fin de actuar desinteresadamente para nosotros, los nativos de la isla, en función exclusiva. Ultramoderna compañía de danza de los países exsocialistas. Mujeres con las carnes más blancas y extremidades más largas del mundo, con el paso más suave y desenvuelto que podíamos imaginar que alguien desarrollase sólo para caminar sobre las nubes. Y con ojos, labios y cabellos increíblemente irrigados por el color de la sangre y la juventud.

Si nuestro gobierno les autorizaba a pasar al interior del país para hacernos la visita —a esto llamaban un intercambio cultural— debía de ser cumpliendo algún protocolo muy bien pensado, como el acercamiento estratégico a antiguos socios políticos con los cuales aún manteníamos algunas cosas en común; por ejemplo, tractores, arados, turbinas, equipos de audio y bombillos Made in URSS, Checoslovaquia, etc. En el futuro serían nuestra más probable fuente de negocio y abastecimiento de piezas.

(Foto: Francis Sánchez)

Llegaron a través de un pasillo largo, en penumbra y con paredes de madera húmeda, como la callecita única y estrecha de una aldea de pescadores. Pasaron al escenario y no teníamos escenario. Tampoco había que preocuparse por la altura del techo o el diámetro del salón donde iban a probar sus saltos y evoluciones maravillosas.

Salieron a la luz del trópico para encontrarse a sus anchas en el aire del mar y bailando dentro de una plaza pública sin los inconvenientes de la intemperie. La plaza ofrecía la seguridad de una cueva donde no se veía el final, el muro de rocas, ni hacia arriba ni hacia los lados. Si alguien demandaba un rayo de luz en un lugar exacto y no en otro, caía sencillamente un relámpago proyectado desde una altura o distancia imposible de determinar y permanecía allí, en el punto del espacio deseado, brillando sólo el tiempo que fuese imprescindible.

Cuanto espacio necesitasen, ya estaba garantizado: la oscuridad envolvente se los ofrecía, no importaba que fuese para correr en línea recta como por un trampolín, girar de improviso, multiplicarse en grupos o formar mayores combinaciones como los planetas y las galaxias. En derredor de la plaza, más allá siempre de la línea de sus saltos, sólo veían la oscuridad compacta, donde era lógico suponer que estuviera la masa del público.

Yo, el hijo pequeño de un mecánico o un ayudante de mecánico —alguien que no había encontrado con quien dejarme en la casa y me trajo como un estorbo a su trabajo, al teatro— estaba parado, donde no tenía que estar, en el vano de una puerta al final de un pasillo, espiando a los artistas antes de comenzar la función.

Ensayaban. Se perfumaban. Torcían el cuello, pasando por delante de un espejo, para mirarse las nalgas.

Entró una bailarina y, estirada frente al espejo, se bajó la trusa y dejó al descubierto una mata de pelo roja. Cuando separó al máximo sus piernas, tensando el blúmer elástico que colgaba de sus rodillas, entonces hundió una mano en la cabellera de su pubis y la alisó y le dio forma como si fuese la cabeza de una niña acabada de despertar. De sus labios inferiores colgaban aretes, píxeles, cuentas de abalorios tornasolados, y con pequeños movimientos que imitaban ciertos espasmos amorosos también probó cómo estaban sus adornos íntimos, su peso y brillo, incluso la orquesta sutil que producían al rozarse.

Era una visión demasiado tentadora, aunque apenas era el comienzo. Repentinamente cada bailarina poseía un vello púbico digno de alguna sala del Ermitage. Vivían orgullosas de las calidades y el poder de sus triángulos misteriosos, los colores, las texturas..., por eso jugaban y competían, intercambiando sensaciones de placer y asombro ante sus cuerpos, como si la flor de su sexo pudieran asirla por el tallo momentáneamente, pasarla de mano en mano y ponérsela en la cabeza, en una oreja o en la boca para entusiasmo general.

Dos varones aparecieron corriendo, salían de la nada, cargaron a la primera muchacha —aquella primera en soltarse la cabellera púbica— tomándola por los brazos al tiempo que giraban para mostrar a los cuatro puntos cardinales dónde estaba la estrella roja invencible, cuál era la fruta reina que había hecho inclinar todas las cabezas del mundo. La muchacha así destacada sonrió, complaciente, y por último estiró su cabeza, desde lo alto, en señal de triunfo.

El par de varones porteadores entonces era a su vez cargado por otros cuatro mancebos musculosos que también llegaban en loca carrera. Y no terminaban de acomodarse, cuando del fondo brotó infinidad de cuerpos como una explosión de polen rozagante, hembras y varones. Formaban una pirámide gigante a partir de muchas pirámides que a primera vista parecían sólo orgías pequeñas y fuera de control. Brillaban las nuevas estrellas femeninas en plenitud de facultades.

El grupo crecía de manera acelerada y cambiaba de forma, mientras seguían uniéndosele por delante y por detrás los raudos poliedros de mujeres y hombres que se atraían libremente, en una pulsión regular y armoniosa como los pétalos de una rosa búlgara. Todas las pirámides cumplían con la regla de quedar coronadas siempre por una bailarina con su sexo abierto, maduro y vistoso.

Mujeres perfectas que florecían distendiéndose dentro de la única conciencia de suspenso y subordinación que hacía a la danza realizable. Juntaban y fundían sus labios en un racimo frutal donde no pude distinguir ya, desde donde me encontraba, qué parte era más excitante: si unos labios femeninos apretándose para chupar, tan finos y absorbentes, o los otros labios más femeninos, pero más gruesos, abriéndose y dilatándose para ser chupados. Las estrellas rojas del baile se buscaban y unían a través de sus bocas y vulvas, todas entre sí sorbiéndose el néctar y soplándose como ascuas.

Me movía inquieto, buscando el mejor lugar desde donde ver, aunque caminaba con dificultad porque traía zapatos muy viejos, quizás como los del teatro griego, con tacones demasiado altos, tan altos que pasaban por zancos. Para avanzar manteniendo mi precario equilibrio, y sin caerme, debía hacer aspas con ambos brazos. Pero me había puesto mal la ropa y sólo ahora me daba cuenta: un brazo, el derecho, había quedado embutido dentro del pulóver. Trataba de sacar mi brazo y la tela era un capullo de seda elástica, imposible de romper.

A duras penas lograba dar un paso o dos, hacía aspas sólo con mi brazo izquierdo y me iba de lado. Quería salir dando pasitos como de cigüeña al espacio abierto y libre de obstáculos, pero sobre la única boca del pasillo que desembocaba en el escenario se habían amontonado, afilándose sus dientes, los viejitos, los padres y abuelos del personal que trabajaba detrás de bambalinas, cerrándome el camino. Allí se reunían también los obreros, excitados,  quienes olvidaban sus responsabilidades con hacer funcionar el mecanismo del escenario como lo que eran, tendones, ruedas y poleas del enorme teatro: llenos de tizne, sudando, habían detenido y pospuesto por breves minutos sus vidas para disfrutar del espectáculo. Sin salirse de su centro laboral, pero sin poder hacerse los de la vista gorda, echaban mano a cualquier caja de herramientas o pieza de atrezo para sentarse en la sombra, ponerse cómodos y disimular sus deseos, la acción de sus jugos gástricos con la misma rectitud que les estaba prohibido cualquier gesto, el aplauso o el grito.

20 oct de 2010

Poco más allá (o acá) del margen

No es mi objetivo ganar ni esperar nada con la siguiente nota.

No espero que quienes dirigen Ediciones Ávila sepan que si gané el premio de cuento "Eliseo Diego" 2010, eso no incluye ni sustituye el pago de mis Derechos de Autor, y no me salgan al teléfono con semejante barbaridad.

No espero que esta editorial rectifique alguna vez el punto de que a los escritores no se les debe mandar a pasar por sus oficinas comerciales para que firmen y cobren contrato por el libro que publicarán, sino que con los escritores se concierta previamente el pago de sus Derechos a partir de una propuesta.

No espero, a esta altura, cuando han pasado tantos meses desde que se hiciera la premiación del concurso "Eliseo Diego" en la Feria del Libro, enterarme por otra vía que no sea alguna emisora de radio local, ser "invitado" o recibir siquiera el diploma de dicho Premio. Por cierto, que al menos el diploma sí lo estuve esperando hasta el día de hoy, aunque nadie de esa editorial se haya comunicado nunca conmigo para nada referente a la "premiación", porque al menos la entrega del cartoncito simbólico me prometió el Director Provincial de Cultura: pero ya, por supuesto, tampoco ni diploma espero, tras tanto tiempo transcurrido carecería de sentido desearlo o aceptarlo.

No espero, en fin, que con el proceso de mi libro ganador del premio de cuento "Eliseo Diego" 2010, cuya publicación supuestamente debe "tomar en cuenta" esa editorial según las Bases del Concurso, me deba ir mejor que con mi último libro que publicaron, del que nunca se hizo concertación o contratación del pago de los Derechos, por más que yo lo reclamase a través de las vías más discretas y formales, y al que nunca esta editorial le ha organizado siquiera una presentación.

Por supuesto, ya no espero que, por ganar el premio "Eliseo Diego" 2010 en el género de cuento, deba tener una atención siquiera comparable, por ejemplo, al escritor que ganó el mismo premio pero en el género de ensayo, quien fuera invitado desde La Habana a la premiación, disfrutara de una semana hospedado durante la última Feria Internacional del Libro en su carácter de premiado, e incluso luego volviera a la provincia para ofrecer una conferencia sobre el tema de su obra ganadora —algo así como "Porque soy habanero", título de dicha conferencia—, en el mismo lapso que yo supuestamente debía estar esperando que al menos se me avisara de haber ganado igual premio o recibiese el diploma, aunque sólo fuera por el hecho de no desperdiciar que vivo tan cerca como en la misma ciudad. Tampoco espero dilucidar con ayuda de esta editorial el porqué yo no obtendría estas mismas o mínimas consideraciones, si "porque no soy habanero" u otro motivo.

Sólo informo a Ediciones Ávila que, para la probable publicación de mi libro ganador del premio "Eliseo Diego" 2010, no estoy dispuesto a esperar infinitamente por una promesa de concertación de los Derechos de Autor, como ocurriera con el último libro mío que publicaron —concertación que nunca ocurrió—.  Por tanto, a partir de la fecha en que emito esta nota, esperaré un lapso de un mes y poco más para que se cierre dicho contrato. Si el 15 de septiembre de 2010 no se ha fijado conmigo ya el contrato para la edición, por las razones que sean —aunque "no dependan de su voluntad"—, doy como frustrada la posibilidad de publicación en Ediciones Ávila y estaré libre de presentar la obra a un nuevo concurso o distinta editorial.

Sólo informo a Ediciones Ávila que, según autovaloración inversamente proporcional a la consideración a mi obra demostrada por esta institución y demás organizadores del concurso "Eliseo Diego", es decir, al ninguneo absoluto, no espero menos que el pago del máximo que estipula en Cuba la Ley de Derechos de Autor. De aprobarse este punto, aún quedaría por acordar todo lo referente a calidad de impresión, tirada y promoción. 

Y como en oportunidades anteriores "vías discretas y formales" jamás me dieron resultado, pues ni atención, respuestas ni soluciones he recibido, hago pública esta nota.

Sépase que tampoco espero ingenuamente que algún funcionario "se sensibilice" y reaccione ante lo que pueda considerarse como la denuncia de una política de marginación. Creo que sólo debo estar a la altura y ser digno de esta marginación. Por acudir antes a funcionarios del nivel provincial y nacional, entiéndase Director Provincial de Cultura o Presidenta del Instituto Cubano del Libro, conocí la dilatación del agravio, del ninguneo, que significa ponerse voluntariamente en la situación miserable de esperar y ser dejado esperando, política estatal con que suele agregarse a nuestras heridas la sal de la humillación. No espero que esta vez sea distinto: bastaría con prometerme un "contacto" que nunca llegue —dónde si no—, decirse un poco de mentiras entre sí —por ejemplo, ya el "contacto" se sostuvo: ¡dónde si no!—, o acusar luego a algún perdido eslabón de la cadena ministerial por estarles mintiendo o "fallando". (¡Podría hacer una historia larga de esas promesas y mentiras, larga, larga... como la del barquito que quería navegar.) La mezcla de corrupción y mentira seguirá siendo el deporte nacional, pero no haré cola para entrar a verlo.

Sólo informo que, si volviera a sufrir burla igual o parecida a cuando mi nombre apareció dos veces en programas de eventos de las mismas instituciones que me marginan —sucedió en las actividades del verano pasado y en la Feria Internacional del Libro de La Habana 2010—, no me limitaré sólo a denunciarlo públicamente como hice, acudiré a los tribunales. Claro, por supuesto, tampoco es que espere justicia. Pero si me pisotean no está mal que resbalen.

Ciego de Ávila, Cuba, 7 de agosto de 2010.

19 oct de 2010

Mensaje a los OMNIS



Poetas, artistas... cubanos del grupo "Omni-Zona Franca": Mi corazón está al lado de ustedes, de cada uno que conozco.

Siempre ha sido una fiesta compartir la creatividad, el humanismo y la sinceridad vuestra, desde que los conocí hace muchísimos años en una Jornada de la Poesía en Sancti Spíritus. Eran los duros años 90 y caminaban por las calles de esta ciudad como emparedados, entre tapas de cartón ilustradas con sus versos, qué grandioso verlos pregonar así su mensaje espiritual.

Respondí a su invitación y estuve en su festival "Poesía sin Fin", caminé a su lado, cuando aún se les toleraba por parte de las instituciones oficiales. Después, cuando en algún nivel superior del Castillo se decidió que ustedes eran demasiado "marginales" y debían ser desalojados, desaparecer... estuve otra vez allí, en el Festival de diciembre del pasado año, volví a caminar y cantar a su lado. Les agradezco por la posibilidad de conocer muy de cerca su opción por la poesía, el amor y la creatividad y libertad.

Son de los que se conforman con muy poco. En el taller que ocupaban en la Casa de Cultura de Alamar me sentí muy feliz, era un rincón sacralizado por la poesía y el espíritu auténticamente franciscano de Eliseo Diego. Para darse en plenitud a los signos de la vida participativa, les ha bastado con las pequeñas migajas de espacio y aire que pueden dejar esas máscaras —personas— que tanto abundan por decreto, endurecidas por el miedo, el oportunismo, la hipocresía, la mentira o el odio.

Yo no quiero traicionarme y callar. Yo quiero hacer(les) saber hoy así, bien clarito: me solidarizo con ustedes.

Claro que la mayoría siempre tendrá la buena puntería de mirar a otra parte.

Dudo que baste mi corazón o el de unos cuantos para detener el cerco que les tiendan, si se hubiera decidido oficialmente que ya deben callar, encerrarse adentro de sus cabezas y corazones y casas, quedarse quietos, fríos, desintegrarse... Lamentablemente así está funcionando la realidad cubana y hay momentos en que podemos constatar que la poesía por la que vivimos puede ser un cobertor demasiado fino y breve. Ni siquiera es verdad que lo dude: estoy terriblemente convencido, y me duele.

Sólo les digo que mi dolor está a su lado. Sépanlo.

2 de agosto de 2010, Ciego de Ávila, Cuba.

15 oct de 2010

Despidos masivos. ¿Disolver al pueblo?

(Foto: Francis Sánchez)


Ayer estuve casi toda la noche en el hospital. A mi esposa le subió la presión como nunca antes —la mínima en 100, la máxima en 160: demasiado, para quien hasta ahora había padecido más bien de presión baja o hipotensión. Una pastilla de Captopril debajo de su lengua redujo poco a poco su dolor de cabeza, pero entonces hizo alergia al medicamento, se llenó de ronchas y sufrió como un desmayo.  Fue un gran susto. Cuando lo peor había pasado y una cariñosa doctora empezaba con las averiguaciones de rigor, mi esposa le confesó el motivo del colapso emocional que la había puesto en aquel límite. Ese día su jefe le había comunicado que la plantilla del equipo de trabajo que ella dirige, incluyendo su propia plaza, podría desaparecer.

Es por la mañana. Aún ella duerme como consecuencia de la inyección de Gravinol con Dipirona que devolvió el color a su cara. Ojalá tenga sueños menos inquietantes que los que yo he sufrido en los ratos que logré pegar un ojo. Pero esta vez he desechado la idea de anotar mis extraños sueños, algo que acostumbro hacer, por la de escribir estas líneas, intentar salir del espejo y meterme en este mundo de la vigilia que a veces parece más ficción que la peor pesadilla.

Se me ha ocurrido presentar una propuesta.

Como en esta ola de despidos masivos que el Estado Socialista le depara al pueblo cubano, dicen que ciertos Comités de Expertos determinarán con justicia quiénes son aquellos empleados que merezcan conservar sus puestos, para lo que pondrán en una balanza aspectos como la experiencia y la rentabilidad laboral, ¿por qué no empezar valorando la posibilidad de dejar sin trabajo precisamente a los gobernantes responsables  de esta catástrofe?

Mi propuesta no debe ser tan dramática como parece, teniendo en cuenta que estos gobernantes históricos pasarían al estatus de “disponibles”, jamás “desempleados”, de acuerdo con la terminología usada en los medios oficiales. Claro, la mayor dificultad debe radicar en esa escasa o nula costumbre de que las poleas del socialismo cubano funcionen desde abajo hacia arriba. Parece difícil encontrar un método, un cronograma, un Comité de Expertos incluso, para que los trabajadores tengan aunque sea la oportunidad de convertirse en fiscales, no entre ellos mismos, sino de frente a la burocracia. Los Jefes de Jefes, en el país de la dictadura del proletariado, nunca tienen la culpa, y cuando más el favor que nos hacen es intentar reducirla a menos repartiéndola entre todos... los demás.

¿Acaso no es justo que se reconozca la relevancia de un indicador de idoneidad en una línea de producción tan principal, entre los autoproclamados “vanguardia política”, como lo es la misma crisis actual, la improductividad del sistema, la inoperancia metódica con que se ha llevado la economía a través de un sinfín de experimentos hasta este abismo? Si de desinflar plantillas se trata prescindiendo de todo lo prescindible, ¿los más descalificados no serán los que crearon semejantes plantillas y jugaron a inflar una sociedad con mucha testosterona y pocas vitaminas?

Me ahorraré ese modo interminable de retozar con la cadena sin molestar al primate, que ya parece endémico de Cuba. Lo digo por lo recto: si el compañero Fidel, hoy aún en sus plenos poderes como Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba, dijo asumir la responsabilidad histórica de haber desmantelado la industria azucarera, cuando ocurrió por decreto —quiero decir, nunca se convocó a un plebiscito, hasta donde sé tampoco fue el acuerdo de alguna asamblea que integrasen representantes electos, estando claro que la misma unilateralidad de las decisiones deriva en ese alarde de riesgo o responsabilidad personal—, ¿cuándo llegará el momento de aceptar las tristes consecuencias?

Supongo que la valentía de los políticos no se reserva para asumir apenas las melladuras que puedan dejar en sus figuras los futuros biógrafos, esas son heridas virtuales al ego, sensibles o visibles sólo poniendo posteridad por medio. Lo supongo, si se trata de quienes reclaman para los demás que tengan “sentido del momento histórico” y ante acusaciones de culto a la personalidad suelen acudir a esta cita martiana: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”. Máxime sabiendo ellos que el pueblo, su pueblo, tiene que quedarse atrás respecto a esos grandes ciclos de la historia a donde suelen proyectarse en sus discursos o en sus reflexiones, es decir, quedarse en la realidad real, en el día a día, sufriendo consecuencias concretas de algo que nunca tuvo —tuvimos— oportunidad de elegir.

Ya en 1970 se apostó a un extremo de heroicidad, a producir el récord de diez millones de toneladas de azúcar, entonces fue removido y quitado del medio todo el que discrepaba de semejante gigantismo. El gran fracaso de la “Zafra de los diez millones” depararía algo más que una cifra final por debajo del plan: quedó un país literalmente destrozado. Quien había aparecido habitualmente en la televisión con un largo puntero, delante de un mapa, moviendo batallones de macheteros y maquinarias, en el último corte pareció dar lo máximo de sí cuando hizo el favor de decir que liberaba de cargos al pueblo trabajador por haber obedecido con su total esfuerzo.

Ha pasado mucho tiempo. El experimento transitó, de aquel gigantismo, al otro extremo, al desmontaje casi total de nuestra industria histórica —obvio, por dos razones, por su peso económico y cultural para la nación, y porque, aunque alguna vez hasta regalamos un central a la revolución nicaragüense, la mayoría de nuestros ingenios eran y son tan viejos como de la década de 1920—, así un día despertamos buenamente con la tarea “Álvarez Reinoso”, por medio de la cual grandes masas de trabajadores del MINAZ (Ministerio del Azúcar), no disponiendo ya de cañas ni centrales ni bateyes azucareros, eran reconvertidos en alumnos asalariados. Sin producción, pero con muchas aulas, se evitaban estadísticas de desempleo como las que aparecen diariamente —de otros países— en la prensa nacional.  Al parecer la última genialidad consistía en convertir el estudio en una nueva forma de empleo. Incluso se creó un modelo económico de tipo socialista para medir nuestro Producto Interno Bruto con indicadores muy propios, así nos arreglábamos para decirle al mundo que nuestro sistema era superior y nuestro PIB crecía, incluso crecía espectacularmente, aunque aquí nadie lo viera entrar en su casa ni pasar por la calle.

¿Habrá llegado el momento de preguntarse si quienes nos inflaron así la vida serán los mismos “pinchos” que ahora quieren reventarnos el globo?

Juan Carlos Triana, Profesor Titular  del Centro de Estudios de la Economía Cubana, dice que lo primero que hace cada día al levantarse es mirar los precios actuales del azúcar, crecientes, y entonces llora. Lo ha confesado en una conferencia titulada “La economía cubana en el 2009 y su perspectiva para el 2010”, ante un grupito de expertos en la sede de la Asociación Cubana de las Naciones Unidas, en La Habana, aunque el resto de los cubanos en señal de duelo hemos compartido este video pasándolo de mano en mano. Hay mucha curiosidad entre “las masas” por saber para qué nuevo experimento nos pueden estar mudando.

Bien, no será en un grano de maíz, pero sí en uno de azúcar donde ahora mismo cabe no la gloria —inmasticable, inservible cuando un hijo suena su plato contra la mesa—, sino la esperanza y la suerte cotidianas. Rectifico: hubiera cabido. Porque mientras los precios internacionales del azúcar suben, la vida del cubano sigue cayendo. ¿Alguien tiene derecho a “suicidar” a los otros? Qué triste que alguien se sintiera cómodo imaginando, y pudiendo determinar, a nombre de todos, que se cumpla aquella promesa de una canción de Pablo Milanés: “Será mejor hundirnos en el mar antes que traicionar la gloria que se ha vivido”.

(En Ciego de Avila, 8 de octubre de 2010)