30 dic de 2010

Una maleta nueva y el hombre bueno

Foto: Francis Sánchez


 
Quiero hacer una pequeña y amable fábula, cuando estamos por recibir un nuevo año con las incertidumbres, con los malos augurios —al menos para la mayoría de los cubanos— que pueden dejar las hojas caídas del almanaque. Es decir, en el tradicional espíritu navideño, hacer no sólo una historia curiosa, sino además sobre un buen hombre. Sobre una de «esas personas, que se ignoran, [que] están salvando el mundo», como las que trascienden, sin nombre ni rostro definido, en el poema «Los justos» de Jorge Luis Borges.

Ubiquémonos en La Habana contemporánea, a principios del siglo XXI, sitio atestado de gente sin grandes recursos, luchando a diario por sobrevivir. La ciudad ha pasado ya por esa escuela de la mala vida que fuera el llamado «Periodo Especial», entonces la desaparición del campo socialista europeo le dejó más aislada en el Caribe, con sus edificios y cuarterías en ruinas, con sus autos de la lejana época de la República —los «almendrones»— aún chirriando y botando humo. Para colmo, en esta situación, el mismo Estado socialista intenta cuidar su apariencia dando una imagen pésima de las personas que se salen de su nómina para ganarse la vida por cuenta propia, a quienes acosan los inspectores, a quienes se criminaliza con ayuda de la prensa oficial que nunca les perdona el menor indicio capitalista, la menor vuelta a la tuerca, como una subida al precio del pasaje del transporte privado, ni aunque antes les hayan encarecido a ellos el combustible. Es la ciudad que películas y libros describen como un hervidero de pícaros y malandrines potenciales.

A esta ciudad, a la Terminal de Ómnibus Nacionales, llega en horas de la madrugada una muchacha desde un pueblo del interior. Viene sola y trae una maleta más o menos pequeña pero evidentemente nueva, de valor, casi adornada con un candadito, que apenas puede arrastrar. Dos días más tarde ella debe montarse en un avión, destino México, donde piensa pasar casi un mes. Trae en esa valija, por tanto, no sólo sus mejores prendas sino casi todo lo que tiene, sea dinero —aparte del suyo, todo lo que la familia ha reunido para encargarle algunas mercancías que allende el mar siempre serán tres veces más baratas—, sea ropa, más el boleto, el pasaporte y otros documentos con que en el poco tiempo que le queda debe completar los trámites de viaje que, como se sabe, en Cuba son siempre algo serio.

Ya una vez plantada sobre la acera, en la salida de la Terminal, siente las dudas que asaltarían por lógica a cualquier joven que arribe sola, y de madrugada, a la capital. ¿Esperar a que salga el sol? Con la luz del día es más seguro tomar la calle, pero si se pone a dormir en un banco terminará muy estropeada y perderá parte de su precioso tiempo. ¿Alquilar un auto, entre los muchos que hacen fila a la sombra, contra el contén de la otra acera, o una motocicleta? Las motos cuestan menos, pero son incómodas y no tienen maletero. En los «almendrones», aunque puedes convoyarte con otros pasajeros, se viaja encerrado, y nada garantiza que quienes se acurruquen contra ti no pertenezcan a la misma banda que quien conduce. Flaca, débil y sumamente sugestiva, ella posee mucha imaginación para prever peligros. Un enjambre de choferes la envuelve haciendo ofertas, ella prueba a adivinar su fibra humana por sus caras, por sus ojos.

Al fin escoge una moto. Sentada dentro del sidecar, siente menos frío y puede aguantar mejor el bolso de mano, mientras el motociclista amarra la maleta a la parrilla.

Su camino en definitiva es corto, al corazón del Vedado, a un edificio al pie de la escalinata de la Universidad de La Habana, donde vive una tía de su esposo. El viaje, rápido, bien, sólo cuestión de bajarse y pagar..., pagar..., si al quitarse el casco no comprobara que la maleta no está. No está sobre la parrilla, ni a un lado ni atrás de la moto. Y no aparece sobre la calle. Y no se ve a lo largo de cuadras y más cuadras, hasta donde alcanza su vista que ya empañan las primeras lágrimas.

El motociclista dice que no entiende cómo ninguno de los dos pudo darse cuenta, le pide que vuelva a montar urgente, van a revisar las mimas calles por donde han cruzado, a ver si tienen tiempo, o suerte. Lo que ella vivirá a continuación serán más de dos horas de pesadilla para comprobar cuán imposible resulta el sueño de volver a toparse, en un espacio tan concreto como toda una ciudad, como La Habana, en plena madrugada, con una maleta que ha caído a la calle, o ha sido lanzada —a todas estas, por supuesto, tenía que empezar sospechando de la última persona a quien podía acusar, porque era la misma y única persona de quien dependía para mantenerse en acción, para seguir con el rastreo—.

Aunque su agobio fuese sincero, quería llorar y lamentarse inspirando el doble de lástima, a ver si le ablandaba el corazón a aquel chofer, aquel probable delincuente en componenda con otros que ya hubieran recogido su maleta en un tramo acordado previamente, por eso mencionaba el vuelo que iba a perder, el pasaporte, aquel evento en México donde le esperaban otras mujeres como ella, también demasiado sensibles, despistadas, precisamente el evento se llamaba "Mujeres Poetas en el País de las Nubes". Por el camino pensaba en algunas novelas que había leído, ilustrativas de cómo aquellos puntos de La Habana por donde llegaba la gente del campo, la terminal de ómnibus y la de trenes, seguían siendo desde hacía siglos el territorio ideal para timadores profesionales.

Barría el pavimento con sus ojos, registraba mínimos detalles, sonidos, puertas que abrían y cerraban, pasos... Cada silueta en cada esquina podía ser el indicio de un transeúnte que corría con su fortuna.

El dueño de la motocicleta no sólo no le cobró, sino que gastó todo el combustible en una pesquisa inútil. La llevó a la estación policial, donde se levantó un acta y se contactó algunas patrullas que circulaban en la calle, y, por último, la devolvió, como ella le pedía, a la Terminal de Ómnibus.

Nada quedaba que hacer. Regresaría a su pueblo. Se sentó, desconsolada, en el contén, tomando un poco más de vigor en sus piernas. Sentía una mezcla indescriptible de depresión y rabia. Era la atracción y el comentario entre el gremio de choferes de alquiler que a esa hora seguían en plena faena, llegaban y partían, «boteando», a veces apuntaban hacia ella, se acercaban a hacer preguntas, aparentemente incrédulos.

Entonces un hombre se le paró delante.

—¿Tú crees en Dios?

—Yo sí —atinó a responder sin levantar del todo la cabeza.

—Ven.

El hombre caminó hasta muy cerca de allí, con ella siguiéndole detrás, hasta uno de aquellos viejos autos de alquiler, y abrió el maletero. "¿Es esta?», le dijo.

Allí estaba su maleta. Él se la había encontrado tirada en una calle cualquiera en La Habana, la recogió y la guardó para terminar de cumplir un largo recorrido por el que esa vez le habían pagado sus pasajeros. Seguía igual, cerrada, con su candadito casi de adorno. Él no sabía lo que había adentro, ni le interesaba. Y no aceptó ni un peso a cambio. Sólo quiso asegurarse que ella hubiera respondido bien la primera pregunta y disfrutaron entre ambos, riendo, la respuesta, la experiencia que habían vivido como una prueba compartida de que tenían razón.

Pudiéramos pasar por alto un detalle: si esta historia es real o no. Imaginemos que ella, estando lejos, evitó preocupaciones a la familia, por eso sólo les dijo lo que pasó al regresar, cuando abrían el equipaje con los regalos. Todos, entonces, se sintieron agradecidos, conmovidos, no por haberse hecho realidad sus deseos, sus encargos, que en definitiva ya los tenían a la vista, sino por recibir la otra noticia. Afuera existía un hombre con aquel corazón limpio y aquella mirada que atravesaba el cristal de un parabrisas, alejando la noche.

Pudiéramos pasar por alto el detalle, si es real o no. Pero quiero que, por aprovechar su vida para seguir sacando fábulas que no necesitan moralejas, me perdone otra vez ella, mi esposa. Y también el escritor Eliseo Alberto Diego, por haber hecho yo esta historia, habiéndose enterado él primero, a quien ella se la contó cuando arribara a México. Si el autor de La fábula de José la hubiera escrito, sin duda sería mejor.

26 dic de 2010

¿Es La Habana la que no aguanta más?

Foto: Francis Sánchez

Viajar a través de Cuba me emociona. Para cualquier cubano de a pie, moverse en su patria, sobre todo por esos intrincados interiores que no tocan la gran ciudad, puede ser tan arduo y sorprendente como dejar atrás las fronteras de la nación. En esto reflexionaba mientras volvía de una visita breve, la primera que haya podido hacer no solo yo, sino cualquier miembro de mi familia, a un paraje de la región oriental. Resulta que se trata del espacio exacto donde cayera en combate José Martí, sitio que debía hallarse en el camino de todos los cubanos, porque quizás para eso un día lo dejó marcado, providencialmente —cuando aún despuntaba la última etapa de las luchas por la independencia—, un hombre más conocido a la vuelta de los tiempos porque fuera el padre de Dulce María Loynaz, poetisa que nació el mismo año que la República y también, como el Apóstol, puso a Cuba en el mapa de la poesía universal. Mientras yo desandaba el camino, mi mente volandera se iba a un tema bailable, “Soy cubano y soy de oriente”, del popular sonero Cándido Fabré, en especial el fragmento que habla sobre esa homogeneidad profunda de una cultura y una identidad nacionales, que no se crean de un plumazo, por decreto, sino sólo gracias a actos solidarios superiores, como los que alaba este músico: que Martí, habanero, murió y está enterrado en el lado de oriente, mientras el general Antonio Maceo cayó y tiene su tumba muy cerca de La Habana, en la zona occidental.

Si la pobreza —dígase ausencia de formación de «capital»— generalizada y transmitida a través de generaciones, no fuera el mayor lastre para el libre movimiento, bien conduciendo nuestros pasos ocasionalmente, bien descolocando la vida en pos de mayores empeños, dentro del mismo país, queda todavía la tiranía del aparato estatal respecto incluso a mínimas actividades. Estructuras rígidas, normas impositivas, y prácticas sencillamente arbitrarias, regulan, estorban cualquier expectativa de evolucionar o cambiar apenas de posición sin abandonar la isla.

Pero suele atenderse con más frecuencia al problema del acceso al turismo internacional y el libre tránsito desde y hacia la patria, opciones bloqueadas para la familia cubana común, quizás porque atañe al papel grandilocuente de un proyecto revolucionario en el ajedrez mundial. Ese contacto con el mundo, con un espacio exterior que el discurso nacionalista tiende a demonizar, apunta hacia otra dirección por lo general más determinante y que engloba necesidades perentorias: largos, a veces abstractos desplazamientos, que están, por supuesto, oficialmente vedados. «¡Es de afuera!», «¿Has viajado afuera?» «¡Vino de afuera!», se escucha decir en el coloquio ordinario, siendo un tipo de expresión que, pues ubica y da por descontadas las grandes frustraciones dentro de la experiencia autóctona, desplaza el deseo y la sublimación hacia todo lo que no signifique lo propio. Queda sintetizado el mapa universal en una especie de dilatada y única salida de emergencia —¡Afuera! —, independientemente del confín internacional hacia donde se pueda salir o desde donde se arribe. Asimismo resulta muy sintomático que, en un país cuya composición étnica muestra la mancha de la esclavitud padecida tanto tiempo, el permiso oficial para que las personas viajen al exterior, permiso que se arroga el gobierno, se conozca como “Carta blanca”. La disculpa sobre este abuso de poder a que tendríamos apenas derecho ya la concedió Ricardo Alarcón de Quesada, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, ante alumnos de la Universidad de las Ciencias Informáticas (UCI). Su pieza oratoria legó una perla de la enajenación a que suelen llegar ciertas burocracias cuando pierden contacto con la realidad, o sea, con el presente que late en las privaciones de la mayoría y con el futuro que quema los corazones jóvenes: si a todo el mundo le diera por montar en avión, si nos liberaran y dejasen despegar del suelo, ocurriría —vaticinó— una gran colisión en la autopista celeste.

Lo que más me atrae y tranquiliza de la idea de viajar, cuando puedo, es precisamente la posibilidad de mantenerme unido a la tierra: una confianza y una densidad del conocimiento que sólo se nos permite, a quienes vivimos en una isla, para transportarnos monte adentro por caminos, trillos y guardarrayas, atisbando la gracia incomparable de una gallina o un bejuco. Nada resulta, además, tan entretenido. Poder sacar los ojos por una ventanita como la de una alcoba ambulante, y ver ahí, en nuestras narices, esa vida que transcurre cotidiana, provinciana, humanamente. Escenarios y escenas breves de microcosmos que intentamos imaginar y conectar a partir de pequeños detalles, y, en medio de tanta fugacidad, los árboles, las casas y las gentes que se aferran con dignidad a su lugar.

No bastaría con derogar alguna ley o disposición administrativa para desmontar las limitaciones injustas que frustran el tránsito y la solidaridad de los cubanos a través de sus campos y ciudades. Tránsito que en última instancia significa el derecho básico a decidir sobre la propiedad —cada uno sobre la privada, todos sobre la común—, participar y afianzarse en esa dimensión orgánica de la patria. Por estos parajes campestres, el despotismo también le saca la lengua a ciudadanos de segunda y tercera categoría, otros «nadies» y «ningunos» de América como los que el escritor Eduardo Galeano defiende en sus libros. Tradicional hegemonía de las élites se articula, a nivel mucho más extenso y práctico, en base al ancestral fatalismo de las relaciones entre metrópolis y territorio rural. Dice E. Galeano, en Las venas abiertas de América Latina: «[…] se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra».

Un sistema de control que coarta las libertades individuales va construyéndose, justificándose, con el carácter idealista, asistencialista del Estado, y con la planificación de la economía que se rinde al voraz aparato de la vida metropolitana. Así queda comprometido el desarrollo regional, según el supremo interés de autoconservación del poder central. Interés que antepone soluciones coyunturales y emergentes aunque vayan en contra de un diseño social justo y equilibrado.

Cuando la mitad de las inversiones se hacen sólo en la ciudad de La Habana, un especialista del Centro de Estudios de la Economía Cubana legitima esto con un supuesto pragmatismo, cuya ceguera en cuestión de derechos humanos y proyección histórica coquetea con el más rancio oficialismo: «Ya después podremos pensar en cómo desfracturamos lo que fracturamos». Pero cuando, claro, la población del campo emigra hacia la capital, sobre todo los orientales —descienden en mayor medida de aborígenes y esclavos: los traídos de África y los que vinieron con sus amos tras la revolución haitiana, siendo herederos de su estatus marginal—, la respuesta rápida del Estado llega con la autoridad restrictiva de la ley y la policía. Desde hace tiempo se sabe que una ruta de ómnibus parte sistemáticamente desde La Habana llevando cubanos deportados hacia sus lugares de origen en el lejano y populoso territorio oriental. Los capturan por las calles, para lo que basta pedirles el carné de identidad. Se les nota el pecado «original» por su nivel cultural, su color «sucio», su pobreza, y porque hacen aquellos trabajos peor remunerados, viven a veces sin permiso de la compañía eléctrica y sin derecho a cuota alimenticia.


Foto: Francis Sánchez


La letra del tema mencionado de Fabré, era una respuesta abierta, frontalmente defensiva, a otro número musical bailable, “La Habana no aguanta más”, crónica urbana sobre la migración interna, de Juan Formell, que en los años ’80 popularizara la orquesta Los Van Van. Lastimado en su amor propio, Fabré pasó a inventariar cuántas deudas la ciudad capital había contraído históricamente con la región donde se fraguaron las guerras independentistas, además de núcleos claves de la cultura cubana como el Son, el mismo género musical, por cierto, que estaba sirviendo de plataforma a la polémica, detalle aprovechado con su efectividad dentro de una factura rítmica: “Si La Habana no aguanta más, / entonces por qué no cogen el Son / y me lo mandan pa’ acá”. Pero esta composición, por supuesto, nunca recibiría igual publicidad que el éxito de Juan Formell y su orquesta habanera —“el tren de la música cubana”—, íconos reconocidos internacionalmente.

No obstante, Cándido, antiguo cantante líder de la agrupación La original de Manzanillo, polemista contumaz —su carácter sonero, que se luce improvisando, se asemeja al de los poetas repentistas, esos decimistas que gustan protagonizar controversias en las fiestas campesinas— seguiría siendo uno de los músicos con mayor convocatoria en las plazas de los pequeños pueblos del interior, donde la festividad espontánea cumple significados de autoafirmación y desafío a normas urbanas. Había sido una polémica verdadera, aquella con Formell, aunque inaudita —no solo porque al dilema social lo enfrentaba con sentido trágico en un formato festivo, lo que en definitiva era un atenuante—, ilegal: desconocía el diseño de consenso y confianza unánime en la superestructura política. Por eso, igual que a cualquier desgracia endémica, al problema vino a desterrársele de la discusión, ya que no de la realidad, enviándolo al cuartico de los temas tabúes, aquello de lo que no se habla.

La élite intelectual toma distancia de esta injusticia como respecto a otros conflictos y abusos internos que de verdad estén, como se dice, «echando candela», por puro instinto de conservación. Insolidaridad, a veces disfrazada de incompetencia profesional, que muestra el lado cínico cuando esas mismas mentes privilegiadas, ya «comprometidas», salen a analizar la escena internacional para aborrecer un muro que levante Estados Unidos en la frontera con México o la persecución a los gitanos en Europa. Así particularmente otro silencio, anómalo, cómplice, puede arrojar luz sobre la doble moral y deviene indicador de la superficialidad del discurso oficialista.

“Bienvenidos a La Habana, capital de todos los cubanos”, anuncia una valla al lado de la carretera, se ve a la entrada del documental Buscándote, Habana (2006), de la joven realizadora Alina Rodríguez. A continuación accedemos a un horizonte barrial nunca visto, insalubre, y tenemos en primer plano a inmigrantes ilegales, criminalizados, acorralados contra un muro interno. Estos no son los fríos datos de una plaga que presentan las estadísticas y la prensa, siempre punibles, siempre descartables, ni los «palestinos» de los chistes, medio parlantes, medio humanos, sino gente a la que le salen lágrimas. Hombres que buscan trabajo en vano, niños que duermen sobre un cartón, la madre sin derecho a una ración de leche para su bebé. Cuando vi este documental, mi copia pirata advertía que se desautorizaba cualquier difusión en Los Estados Unidos, previendo que nunca fuese manipulado por aquellos enemigos de la Revolución, nada decía sobre la necesidad, sobre la obligatoriedad moral empeñada con el público del país doliente, donde hasta hoy nunca ha sido televisado y se propaga sólo a través de memorias flash.

Fidel Castro hizo una vez un chiste. Eran los días en que el país se endeudaba comprándole a China un gran lote de ómnibus Yutong. Justificó la subida tremenda al precio de los pasajes, con esta salida cómica: o se ponía un costo suficientemente alto al transporte, o se corría peligro de que a todos los orientales les diera por «venir» a pasear a La Habana. Parecía extraño, que estuviera proyectándose sobre la misma retina de los pobladores aquella imagen de una población ficticia, quizás ideal: una que contaría supuestamente con tiempo y solvencia financiera para dedicarse en masa al ocio, a algo aparte de subsistir. Pero incluso la lógica narrativa de la pequeña fábula obviaba que el transporte público que fluye desde las comarcas orientales hasta la Terminal Nacional de Ómnibus enclavada en el reparto del Vedado, siempre hace el mismo recorrido al revés, y con idéntico precio. No, claro, era imposible tomar esto en cuenta, porque la posibilidad de ver a los habaneros yéndose Cuba adentro, «paseando» o impelidos por cualquier otra fuerza light del destino, no existe, no forma parte del imaginario nacional. Trágica, triste, amargamente el pueblo está de espaldas a su rica tierra, que se le ha cerrado, y de frente al océano prometedor.

A la espalda del pueblo está la «isla infinita», como sus primeros habitantes se referían a la mayor de las Antillas, donde el poder centralizado, con la potestad de la insurrección triunfante, expulsó, devoró a colonos, grandes y medianos terratenientes, confiscó al principio todas las empresas hasta el nivel mínimo de un cajón de limpiabotas, y se alzó con el control de las fuentes de trabajo y la mano de obra mediante relación salarial, creando un Latifundio de Estado cuyo monopolio usaría para reproducirse a toda costa, independientemente que pudiera desestimular la producción material, siempre que garantizase el dominio espiritual. A la espalda, está ese cuadro de desolación que presentan los campos sin sembrar —la última zafra azucarera ha sido la peor en cien años, dejó de cultivarse café en las montañas, arroz y cítricos en las llanuras, etc.—: superficie cuya propiedad el gobierno se niega a ceder a quienes la trabajen, a pesar de la incapacidad prolijamente demostrada para hacer que rinda fruto, y lo más que concede es la oportunidad de un arriendo a plazo fijo, típico altruismo del potentado que induce y quiere cosechar sólo la tranquila dependencia.

Pero doblemente triste resulta el cuadro de que, dando la espalda a la estructura agraria y los discursos doctrinales que lo han instrumentalizado con gran despecho, el cubano al parecer se ve empujado sin remedio a distanciarse también de la patria, de su naturaleza, su historia, sus potencialidades y aquellas presencias simbólicas que le unen al suelo, como José Martí, el Apóstol.

Martí que dijo «El arroyo de la sierra / me complace más que el mar» y volvió desde el mundo ancho y ajeno a echar su suerte con los pobres, en lo recóndito de la antigua provincia de Oriente, en una tierra inundada por las aguas y los perfumes del mes de mayo, gozando, como poseso del Espíritu Santo, los espasmos y sonidos del monte, para morir, a falta de uno, entre dos ríos.

15 y 16 de diciembre de 2010.

Cubano llagado caminando

Desde temprano venían oyéndose toques de tambores por toda la ciudad. Un repique inconfundible: 17 de diciembre, día de San Lázaro. El «opio de los pueblos» según Marx, la religión, es hoy más necesario y familiar que nunca para el cubano. Ya en horas de la noche, un ruido se concentró al final de la calle y, poco a poco, se fue encimando sobre nuestras casas. Todos los vecinos salimos a ver qué pasaba.


Pasaba una procesión con la imagen del santo. Vestía su mejor ropa. Una capa amarilla, brillante, no dejaba ver sus llagas, sus muletas ni los perros dócilmente echados a sus pies por obra y gracia de quien había labrado la escultura de madera. Lo traían en andas. Sus devotos, estos que aquí no se pueden sumar a la tradicional peregrinación que cada año lleva a multitudes desde La Habana al Santuario Nacional de El Rincón, porque les queda demasiado lejos, decidieron cargarlo y sacarlo a pasear por el barrio. Al frente, dos niños vestidos de pioneros despliegan la bandera cubana de lado a lado como un gran parachoques.


La vecindad del reparto Vista Hermosa, en la ciudad de Ciego de Ávila, ha sido protagonista de un extraño acontecimiento, llevando una imagen de San Lázaro en procesión, mejor dicho, de Babalú Ayé, pues la imagen religiosa pertenece Eduardo Hernández, lo que en Cuba se conoce popularmente como un «santero», practicante de los cultos afrocubanos.


La iniciativa, del propio Eduardo, se cumple por tercer año consecutivo, con el autorizo y la colaboración de las autoridades gubernamentales. “Siempre había soñado hacer la procesión —dice—, era un deseo de un ahijado mío, él murió en el 2007 sin verlo hecho realidad”.


Este tipo de ritual sólo tenía tradición de hacerse en esta ciudad, en los más de cincuenta años de Revolución, con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, que empezó a sacarse sin permiso a principio de los años ’90 por los feligreses, quienes cruzaban la calle que separa a la iglesia del parque Martí y trataban de darle al menos una vuelta al parque venciendo en el forcejeo contra policías disfrazados de paisanos. Así sucedía en medio de grandes tensiones, hasta que a raíz de la visita a Cuba del Papa, Juan Pablo II, en 1998, volviera a permitirse la celebración católica al aire libre y se trazó un recorrido que cada año se cumple a través de las calles más céntricas.


Pero, por el contrario, la procesión sincrética y popular de San Lázaro, este viejito llagado, al que se le pide salud y se le hacen promesas de sacrificios llenos de dramatismo, hasta ahora parece corresponderse con el estatus social precisamente de los más necesitados y pobres, esos que por lo general acuden a él en busca de auxilio y están dispuestos a salir por la calle en su representación, a veces descalzos, en andrajos, pidiendo limosnas. El recorrido partió desde una modesta casita pintada de rosado, donde el más popular e indigente de los «santos» cubanos disfruta uno de sus innumerables altares, en una esquina humilde. El cortejo avanzó por calles mal iluminadas y peor asfaltadas o sin asfaltar, muy fuera del centro urbano, para volver al lugar de origen, donde niños, hombres y mujeres, con las típicas ropas hechas de sacos de yute, cantaron a Babalú Ayé, le alabaron, le ofrendaron sus alimentos, su tabaco, y le tocaron su tambor. En el altar, entre muchas flores frescas, predominaban los girasoles con su peculiar relumbre, sugiriendo la búsqueda de iluminación espiritual en medio de las tinieblas.


La ausencia más sensible a lo largo del trayecto fue la de la batería especializada de tambores, pues los percusionistas habían trabajado todo el día animando otras ceremonias y, a esa hora de la noche, estaban ya pasados de tragos, entonces se aseguraron de no cometer algún desliz ante una concurrencia donde había hasta representantes del Partido Comunista de Cuba (PCC).


Algunas personas hablan de hacer otro San Lázaro, uno más grande para el recorrido por las calles, pero no —advierte Eduardo—. Este es el iniciador, lo hizo precisamente aquel ahijado suyo con el sueño de que tuviera una peregrinación pública, por eso dice que «hasta que yo me muera va a seguir saliendo, y después espero que algún ahijado siga la tradición».











22 dic de 2010

La Pesa de Ceballos




Uno de los lavaderos de naranjas de Ceballos.
Foto probablemente tomada en los años 20 del siglo XX.


Seguir habitando a nuestras anchas, por fuerza de la memoria, lugares únicos, incluso después que entraron a la invisibilidad junto con nuestra infancia llevándose la pequeñez y extrañeza propias del rincón protector en la casa demasiado grande, puede ser un signo de buen augurio. Puede ser el indicio de que también tengamos derecho de propiedad sobre otros espacios o niveles de la alegría más abiertos, universales e inclusivos —digamos, el paraíso—, de los que sólo nos dan pruebas tan ambiguas e incontrastables, a veces, como nuestra fe o la esperanza que seamos capaces de sentir.
Hay un sitio que ha ido deviniendo un núcleo de mi universo invisible, pero habitable, y que, por tanto, debe de ser uno de sus puntos de entrada y salida.
Se alzaba en una de las esquinas de la cuadra donde yo vivía, es decir, cerraba por un extremo mi calle, lo que era, para mí, lo mismo que el cosmos. Este sitio le presentaba la cara, y le ponía límite, a la barbarie indeterminada del campo abierto alrededor de mi pequeño pueblo.
Allí iba a parar cada fruto que era capaz de concebir la tierra en Ceballos. Naranjas, tomates, melones... y todos los tintes y aromas en que se transformaba la pátina monótona del humus,  llegaban en carretas, dentro de cajas, porque no podían seguir adelante y salir del pueblo, irse a fábricas y mercados sin antes detenerse en aquel cuadrante exacto y maravilloso, donde sucedía el prodigio de que la porción de suelo más pisada y transitada no era una capa de tierra roja.
Te parabas encima con las piernas muy abiertas y, afincándote fuerte, empujando, podías hacer que se moviera algo hacia adelante y hacia atrás, pero no hacia los lados. Superficie mayor que el piso de la sala de mi casa. Intentabas mirar entre los gruesos tablones cogidos con tornillos de cabeza plana y apenas encontrabas algunas grietas, aunque de poco servía, porque lo que alcanzabas a ver por pedacitos, según el tamaño de la ranura donde pegaras un ojo, no te daba para armar en tu cabeza qué aparato podía hallarse abajo, en aquellas condiciones, oculto y a la vez protegido. Qué mecanismo, con tanta fuerza, y al mismo tiempo con tanta sensibilidad, para soportar el peso aplastante de las carretas sin dejar de distinguir la cantidad exacta de mieles que en cada primavera lograba escapar al estrago de las abejas y los zunzunes.
El Moro, un hombrecito prieto, apachurrado, era el único con autorización a interpretar la romana, y a firmar cada “vale”: una hoja donde se anotaban arrobas, libras y kilogramos, además de fecha y hora, lo que tomaba el timonel del tractor para poder continuar su travesía. En la misma casucha forrada con zinc, sólo un cartón separaba el lado que constituía el centro de trabajo del lado que era hogar de otro hombre. En esta otra pieza, más estrecha y oscura, que parecía una cueva, vivía Ñin, alguien que soportaba la maldición de la soledad quizás porque, antiguamente, siendo chulo o regente de virtudes femeninas, le habían sobrado las mujeres.
Ya en una nueva época donde la Revolución iba a barrer con las lacras del pasado, uno de los guardias voluntarios a cargo del cuartel, Leuterio, padre de Lázaro el bobo, había acusado a Ñin de un delito impensable, increíble para quienes lo querían, convirtiéndolo quizás en el primer representante del poblado dentro de las nuevas cárceles, de donde saldría ya viejo y enfermo. Allí, en lo que constituía una prolongación de su calabozo, apenas cabía un catre a lo largo, debajo del cual guardaba su plato con su cuchara, una botella de ron, anzuelos y plomadas. Ñin solía irse los domingos en busca del mar llevando a la práctica, entre niños, o junto con su mejor amigo, Nenito Reyes —nieto del legendario capitán libertador Simón Reyes—, las teorías que lo investían como la máxima autoridad en cuestiones de ensartar a un pez por la boca. Colgando del techo, sobre su catre, había siempre al menos un par de cañas de pesca.
Aquel momento en que los tractores se detenían, aún con el motor encendido, cuidando que las gomas de la carreta quedaran encima del cuadrado de La Pesa, y el tractorista saltaba a tierra, rápido, a tomar la hoja del “vale”, era la oportunidad que velábamos para lanzarnos por detrás al abordaje. No precisábamos llevar jabas ni sacos. Bastaba  usar una camisa, mejor desabotonada, cuyas puntas anudábamos a la altura del ombligo, y ya, de pronto, teníamos buena bolsa a la espalda. Bolsa capaz de tolerar tantas naranjas, o lo que agarráramos, como tan fuerte se comportase el nudo, tan nueva o resistente fuese la tela. A veces nos sorprendían in fraganti y, mientras corríamos, con la carga de frutas a saltos, siempre a alguno le sucedía que se le rajaba la camisa.
Dos de nosotros, mis primos Iván e Ivel, vivían por suerte a un costado, el del flanco trasero, el más encubierto, donde Ñin sembraba lechugas y cebollinos para venderlos por mazos. Una mata de aguacate, en el patio de ellos dos, servía de atalaya, con tal de prepararnos a tiempo para el arribo de las carretas. A lo lejos, el color dorado era el que nos ponía más felices, pues avisaba al paladar la cercanía de mandarinas. El verde chillón, propio de los limones, llamaba a alerta de combate: podía formarse bien una limonada, bien la tiradera.
Nada le molestaba tanto al Moro como que metiésemos nuestras manos en el instante en que él hacía lectura de la balanza. Lo hacíamos trabajar doble, si un tractorista se daba cuenta y volvía adentro, para reclamar la diferencia que significaba el peso de nuestros cuerpos, además llenos de churre. Alterábamos a placer aquellas estadísticas generales. Supuestamente podía costar que al final del día alguien saliera acusado de robo o desviación de recursos. Sin embargo, no era la pérdida económica lo que más les preocupaba, de acuerdo con el mensaje con que se detenían a veces ante la casa de alguno de nosotros para dar la queja, sino que acabáramos hechos papilla bajo una rueda o un montón de cajas desprendidas.  Y seguro tenían razón.
Cuando la quietud convertía a La Pesa en un contrafuerte inaccesible, aún nos quedaba el recurso de apostarnos una cuadra más arriba, en la curva por donde llegaban las carretas desde el Embarcadero. La técnica era fingir que íbamos a cruzar la calle, mientras pasaban por nuestro lado, y, apenas el tractorista ya nos perdía de vista detrás de su masa de cajas, echar a correr detrás. Nos enganchábamos saltando sobre un pequeño borde de metal que siempre sobresalía, y trepábamos a lo alto —nunca eran menos de cinco o seis filas de cajas tensadas con sogas de lado a lado— metiendo los dedos en las hendijas de las tablas. Uno que lograse prenderse parecía suficiente, entonces los demás podíamos dedicarnos a ir detrás recogiendo las frutas lanzadas. Pero ya en ese punto lo que nos atraía no era simple cuestión gustativa sino la competencia por dar el paseo prohibido, nadie se conformaba con quedarse abajo corriendo.
En vez de La Pesa, algunos mayores le decían La Grúa. Antes de ser intervenida por el gobierno revolucionario y pasar a propiedad del Estado, de la Empresa de Acopio, muchísimos años atrás, cuando sólo recibía cañas provenientes de la finca de su creador-dueño, Alfredo González, uno de los puntos más altos del pueblo era su armazón preparada para levantar aquellas cañas, inmediatamente después de pesadas, y arrojarlas dentro de las casillas que esperaban al lado, en la línea ferroviaria. Al principio dos bueyes —luego sustituidos por un tractor, con tal de ahorrar tiempo—, halando una cuerda, le aseguraban al mecanismo la fuerza necesaria para mantener las gramíneas en alto y que se deslizasen entre los travesaños de madera.




Es lo más cercano a una imagen de La Pesa que he podido hallar.
En esta instantánea de principios de los años 50 del siglo XX, desde un patio,
se ve al fondo parte de La Grúa perteneciente a La Pesa.



Angelito González, el primero o uno de los primeros pesadores, había compartido con esta función la responsabilidad como alcalde del pueblo. En aquella lejana etapa de la República las naranjas, y el cítrico en general, según hábitos que venían desde los colonos norteamericanos, no se comerciaban a granel, no con indiferencia de podridas o maceradas, sino por millares, discriminando las que se echaban a perder, contándolas una a una. De meterlas al tren se encargaba luego un team de estibadores expertos, cerca de allí, precisamente en el Embarcadero. Sin embargo, de este otro lugar, aparte del nombre, sólo perduraba una gran plazoleta sobre pilotes, habiendo devenido un punto para amontonamiento agrícola indiferenciado, a donde entraban a cargar las carretas que nosotros esperábamos afuera con ansiedad.
Cierta vez que alguien culpable de homicidio pasional andaba suelto, se dijo que había estado durmiendo donde menos podía alguien imaginárselo, bajo La Pesa, aprovechando un tablón flojo o partido.
Cuando me llevaron a estudiar becado, a una de las doce Escuelas Secundarias construidas en los años setenta alrededor del pueblo, en medio de los naranjales, engendros donde se malograron generaciones —más tarde supe que ciertos poetas, mezclas de estilo oficialista y coloquialista, en algunas loas a la formación del “hombre nuevo” bajo el precepto de unir estudio y trabajo, compararon aquellos edificios con barcos rompehielos cruzando un océano de azahar—, cada vez que me fugaba, o sea, cada vez que tenía el mínimo chance de alejar el olor nauseabundo de los albergues, me quedaba a dormir en su interior, siempre al menos por una noche, antes de ir a casa y rendirme ante mis padres para ser devuelto a la picota escolar. Entonces yo cabía perfectamente a través del hueco que había quedado en el lugar de un tablón. Así solía desaparecerme del mundo, hasta una madrugada en que Ñin descubrió mi escondite, porque a lo mejor sentí frío, hice ruido, y él, que se revolcaba en su catre, seguro aún tenía presente el temor al asesino suelto.
Empezaron un día a llevarse los tablones. Quedó una triste cavidad en la tierra, atravesada por costillas de hierro. Se había levantado, a la entrada del pueblo, un gigantesco Combinado Citrícola con un nombre en letras rojas que anunciaba incluso a los aviones la indestructible “Amistad CUBA-RDA” (República Democrática Alemana). Por devaneos de aquella especie de amistades posesivas, mi hermano Félix un día salió de paseo a Europa, a conocer el lado limpio, sin grafitis, del muro de Berlín. Desde allá trajo, entre innumerables asombros, uno que seguiría inquietándome largo tiempo, después que lo desempaquetó una noche en cierta asamblea barrial. Él no entendía por qué, en Alemania, a donde quiera que iba le brindaban jugo de naranja con etiqueta “De Ceballos”, mientras que en nuestro pueblo nunca teníamos oferta siquiera de un vaso de jugo, ni de limón. Aquella crítica venía repitiéndose año tras año y, como de costumbre, el distinguido presidente de la asamblea volvió a aleccionar a los vecinos sobre la complejidad o seriedad del tipo de relaciones estatales, pues la empresa local era la productora, que colocaba en una instancia provincial la cosecha, que luego otra empresa debía distribuir equitativamente a nivel nacional, es decir, traerla de regreso al pueblo, etc. No obstante, hubo cierta acogida subjetiva para Félix. Un dato confirmado allende el mar parecía doblemente significativo. Hubo rumor, cuchicheo. Se hizo constar en el acta de la asamblea que el señalamiento del compañero que había conocido la nieve sería, otra vez, “elevado”. Y así fue. Aunque en el único bar de Ceballos jamás caería, en todo ese año, y hasta hoy, ni una gota de jugo natural.
Daban pena los mayores, impotentes, que se complicaban tanto para hallar el camino más corto de una fruta desde el gajo al estómago. No había que ser un genio ni irse muy lejos. Las alternativas, cuando a uno se le hacía la boca agua, eran tan sencillas como subirnos a la mata de aguacate.
Aún yo desconocía que en su pasado había existido la torre de madera de una grúa. La Pesa para nosotros era nada más La Pesa. Aparte del postecito por donde bajaba un cable con electricidad, nada la disparaba hacia el cielo. De noche allí nos sentábamos a pelar naranjas, sin cuchillo, clavándoles las uñas, y a contar estrellas.

24 de noviembre de 2010.

20 dic de 2010

Invitación para la muerte de Lezama en su centenario

Foto: Francis Sánchez

Sucederá hoy como nunca, antes que las garzas se recojan sobre el sauce llorón. Antes que la tarde del trópico haga una mueca simiescamente y anochezca. Irá quedándose sin aire, sin sensibilidad en las piernas olímpicas que han aguantado siempre su peso de “escaparate de libros”, aunque nadie debe apurarse por llegar al momento histórico, eso ocurre al final. Primero se irá quedando sin amigos, por mucho que quiera verlos volver con pinturas, con platicos de dulces, a pesar de que escuche sus fantasmas en el tránsito desde el sillón en la sala al cuarto del fondo, que tendrá que cerrar.

Decidirá darse una vuelta por el asilo y devolver la caricia a la negra Baldovina. Como quien conversa, escribirá largamente a Eloísa, su hermana allá en el exilio. Aprovechando que pone un punto y seguido pasará delante del espejo, reirá al ver cómo le quedan esos últimos calzoncillos que ella le enviara, no debe olvidarse de mencionar en la próxima frase también las cuchillas.

Lo de los amigos, algo borroso de última hora, al final tampoco lo tiene claro, por lo que se dará un saltico a la cima pelada que significa la muerte superior de su madre, donde la falta de oxígeno ha hecho la escogida, allí otra vez pasará lista entre los presentes. Su soledad no le dejará dudas, sabrá que es definitivo, que de cierta forma ya sucedió lo que de cualquier modo hoy estamos invitados a ver y registrar como un acontecimiento. Sentirá un vacío con la textura de un lienzo que recuerda aquella tierra de camposanto que la niña Borrero, en La Florida, quiso adelantarse a conocer.

Sin tiempo para más, de regreso, pegará la cara al vidrio de la librería, viendo si ya dejan pasar el Zeppelín de su novela, disculpado por un artefacto suficientemente grande, lento e inofensivo. Sin embargo, pues morirse nunca es un viaje fiable para un alma solitaria universal, buscará, ordenará, atraerá hacia sí, sobre la mano de María Luisa a que se encomienda, maternal, sustituta, la vida y la obra de otros grandes y acogedores como el laberinto de su propio apetito, en especial Julián del Casal, mártir sin estatua ni tumba. En el último instante arrancará de las manos de un crítico marxista aquellas crónicas habaneras para evitarle al eterno enlutado el espectáculo del sermón y la lástima por una supuesta impotencia torremarfilista, lo publicará completo y entonará encima una oda heroica, crecida con la sola presencia, con la mayor prueba de sus propios cuerpos trocados.

Vendrá luego lo inevitable, que apenas quepa por la puerta del auto que lo llevará al hospital, y estarse quieto, inamovible y numeroso en la pradera de una cama que lo convida a las espirales del tabaco. Cerrando sus ojos, hay otro apagón sin previo aviso en La Habana.

Pero aún no es la muerte. Falta lo peor y lo inefable. Empezará a desaparecer, con cada discurso de quienes evitaban la compañía de sus misterios y encontrarán siempre algo curioso que contar agrandando su ausencia. Vendrá la muerte y tendrá su mirada en un museo, medallas, estampillas y ediciones con tirada de lujo, para que otra pareja de jóvenes no esté impelida a robarse sus libros o arrancar el capítulo erótico de Paradiso como quien se estira otra vez en pos de una fruta prohibida. Enredo de los enredos, la muerte constante y brillante. Todos estamos invitados a aguantar la respiración al final. Puede que los sombríos prestidigitadores nunca le desaparezcan completo. Resulta demasiado grande.

Siempre puede quedar, en su cuerpo que es el de la literatura, un temblor o una dichosa falta de oxígeno, otro poeta a pagar la culpa de la belleza, la honradez de sentir miedo.

Aparecerá en su lugar la avenida abierta de otra expresión in-dócil, acusable de in-útil, carne censurada, marginada, desterrada: el próximo joven que se agarra con uñas y dientes a cualquier piedrecita, alguien que abraza algún ideal que marque una profunda diferencia con las realidades que se archivan… Cada cual desde su nueva herida podrá decirle mañana, mudo, como si fuera su doble para escenas de alto riesgo, lo que escribirá hoy su enemigo más íntimo, Virgilio Piñera, al recibir la noticia: “Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero.”

19 de diciembre de 2010.
Centenario de José Lezama Lima:
La Habana, 19 de diciembre de 1910-Ídem, 9 de agosto de 1976.

En Dos Ríos, del lado de la herida


Hace poco he tenido la suerte de visitar uno de esos puntos conectados con el palpitar de la naturaleza y la historia: Dos Ríos, el sitio donde por primera vez entró en combate, pero murió, José Martí. Donde lo derribaron de un caballo tres balas españolas, el 19 de mayo de 1895.
 
Foto: Francis Sánchez
Un pequeño grupo de devotos del que yo formaba parte se reunió a la sombra de los árboles que rodean el monumento, precisamente del lado donde recibiera la descarga antes que su corcel lo arrastrase.

Repasamos los detalles que convirtieron a la escaramuza de aquel día en un desastre inexplicable, inverosímil teniendo al frente excelentes estrategas como Máximo Gómez. Alguien mencionó la posibilidad de un suicidio o una entrega sacrificial sobre el ara. Especulamos qué bueno que Martí no hubiera logrado atravesar el río Contramaestre, entonces crecido por las lluvias, junto con las pocas tropas, en su mayoría reclutas jóvenes inexpertos, que llegaron al otro lado para avanzar sobre un ejército que los esperaba perfectamente apostado.

Me impactó saber que el monumento original, hecho con el mismo mármol que escogía Miguel Ángel en la península italiana, nunca hubiera podido llegar hasta aquí, seguro por lo pantanoso del terreno, y estuviese varado aún en el parque de Palma Soriano. Teníamos en el lugar sólo una réplica, empezada a construir al mismo tiempo que la República, en 1902, pero que no se concluyó hasta veinte años después. Demasiado tiempo, pensé. La fatalidad parecía subir desde la tierra. Con ser más grande que el original, esta imitación tampoco disculpa el hecho de que en su estructura engullese, desapareciese aquel montículo levantado originalmente por Máximo Gómez y sus soldados, cuando al acabarse la contienda vinieron aquí, y bajaron al río, de donde cada uno tomó una piedra.

¿Cabría suponer reliquia mayor que la tierra entintada con su sangre, que una niña y un padre recogieron inmediatamente después de retirarse el ejército? Pero esta es sólo una verdad de la tradición oral, o sea, del miocardio imprescindible, mientras el montículo hecho por los héroes con aparente carácter provisional sí estuvo y, de cierta forma, sigue estando, aquí.

Qué lamentable que la rimbombancia típicamente insular, ese afán de perpetuidad en medio de los humedales disolventes, haya preferido enmarcar bajo el cielo una imitación que compitiese con la topografía, antes que el documento rotundo, humano, antes que la simple reunión de chinas pelonas escogidas directamente por los hombres que habían sobrevivido a la lucha cuerpo a cuerpo.
 
Miro con respeto la aguja blanca que se sostiene como veinte años de construcción, que no son nada, pero también como siglos de necesidad acumulados con aquella idea de que Martí nunca debió morir, que son todo lo que somos, y no evito imaginar a su través otra simetría, la sagrada disposición de aquellas piedras sueltas.

14 de diciembre de 2010.



9 dic de 2010

Vamos a hablar... "de pelota"



(Poster oficial de la 50 Serie Nacional de Béisbol, 2010-2011)


Darme una vuelta por el Parque Central y la tertulia de fanáticos del béisbol que allí permanece bullendo con independencia de si en el cielo se vea el sol, la luna o un huracán, no es algo que haya tenido jamás entre mis planes cuando he viajado a La Habana. Hacia la cabeza del país uno fluye desde sus miembros inferiores casi siempre bajo presión, por contingencias o necesidades que tienen mucho más peso. Sin embargo, si mal no recuerdo, habrá sido excepcional el día en que una andanza por el laberinto de La Habana Vieja no concluyó bajo los árboles de este parque para tomar un segundo aire, imantarme otra vez, desenredar y componer mentalmente el mapa urbano y, guiándome por la cabezota del Capitolio, poder encontrar mi siguiente vía estrecha. Más o menos aquí hacen parada, nacen o mueren todas las rutas de los transportes que atraviesan los distintos niveles de la ciudad, barrios bajos y altos, infiernos y paraísos. Se siente uno más cercano a cualquier lugar de destino, aquí, donde turistas regordetes caminan en fila india, como con miedo a romperse los dientes de leche; un anciano, mientras logra arrastrar su joroba, revende el periódico de la mañana con la media noticia de ayer, otro se derrumba junto a San Lázaro servido en bandeja, en espera del sonido de la limosna, y siempre alguna prostituta juraría que te conoce.

De lejos, a veces incluso desde los portales de distante acera, puede notarse el zumbido de aquellos que parecen haber abandonado en este minuto el graderío y saltado sobre la arena deportiva. Se fajan sin tocarse. Se espolean a puro grito. Ocupan todo un banco, donde la mayoría evita sentarse, a no ser para tomar presión como achicando un muelle antes de saltar con nuevos argumentos sobre la aorta de su opositor. Le dicen "la esquina caliente", quizás porque, igual que en un cruce de caminos cuando aún no se habían inventado las señales del tránsito, todos paran aquí chocando y reclaman que les asiste la verdad absoluta para mantener el rumbo. Por lo general hay quien defiende alguna tesis en contra de todos o casi todos los demás, y este, por supuesto, toma el centro, mientras a él vienen en oleadas los que disputan, los que no le creen ni un tantico así. El razonamiento más punzante es la risa, tanto para la defensa como para el ataque. Pululan ciertos carroñeros, distanciados, divertidos, que entran y salen dando mordiditas aquí y allá, haciendo preguntas, provocando, sin gran lealtad ni a un bando ni a otro, sólo por asegurarse que la intolerancia no decaiga y nunca llegue el aburrimiento antes de hora.

Busco un pretexto, como siempre, para cruzar entre ellos y admirar, aunque sea por un instante, la explosión de caracteres. Confío en que existen las condiciones para que hoy la polémica beisbolera esté en pleno clímax. Es uno de los primeros días de diciembre, mes lleno de potencia. Hace poco empezó una nueva temporada de la Serie Nacional, y no una más, sino la 50 —el torneo tiene casi la misma edad de la Revolución—. Los actuales campeones son precisamente los leones azules de la capital, Industriales, como gustan paladear ciertos comentaristas: "equipo insignia de la pelota cubana". Mientras me acerco, reparo en el conjunto llamativo de un soldado de las Tropas Especiales y un perro pastor alemán. Están posicionados hacia una punta del banco, de frente a los fanáticos y a la estatua de Martí sobre la que fuera retratado un marine yanqui, la noche del 11 de marzo de 1949, haciendo sus "necesidades".



(Foto: Francis Sánchez)

Él conversa con dos jóvenes aparentemente más interesados por el animal, así ofrece eso que se conoce como "presencia de comando", mensaje disuasivo que destella su sola figura. Pero más me choca, al entrar en el núcleo hirviendo de la "esquina", lo que oigo. Se discute sobre economía, leyes y futuro, es decir, sobre política. Según mi récord personal como observador, por primera vez ocurre una violación tan seria del reglamento no escrito para este tipo de foros. Un moreno con brazos muy largos quiere robarse el show, luchando desde el centro contra quienes alrededor blanden el criterio de que el embargo de los Estados Unidos no sea la causa real o determinante de la crisis nacional. Da a entender que alguien le hubiera dicho que tal embargo ni siquiera existe, porque arguye que, en ese caso, los países que votan mayoritariamente en la ONU por eliminarlo estarían locos o viendo un fantasma. Llega un jovenzuelo, se sienta rozando apenas el filo del banco, para preguntarle, a bocajarro, con la burla dibujada en los ojos: "Ven acá, dime, ¿en Cuba se violan los Derechos Humanos?". El moreno mueve cabeza, tronco y extremidades, deshaciéndose de la pregunta equivocada, enseña la espalda y en el giro lleva su mirada no muy lejos de allí, hasta el perro y el soldado que armonizan. Risita general. Tengo mis dudas sobre si este percance será sólo una desviación del espíritu que prima en este sitio. Me acerco a otra pareja que tiene armada su propia "esquina", y a otra, y a otra. Todos hablan de lo mismo. Urge algo que, por definirlo rápido, basta con saber lo que no se habla aquí. No se habla de pelota.

Siempre se ha especulado, con chovinismo por parte de algunos, que en Cuba hay tantos managers de béisbol como habitantes. En parte es verdad. Todo lo que no le está permitido a los cubanos hacer con naturalidad en aquella esfera social donde les va la vida, en la política, han podido desarrollarlo a propósito de la pasión por el juego que tiene sello de "deporte nacional". Desde el graderío las multitudes se entregan al voceo virulento: el colmo de la efusión ha dejado al descubierto profundos desniveles sociales, cuando en un juego Santiago vs. Industriales una parte del estadio coreaba "Ruge, leona" contra los seguidores del equipo habanero, y la otra parte "Palestinos" contra los simpatizantes del conjunto oriental, inmigrantes desde la región más pobre del país, gente sin tierra que atesta los suburbios de La Habana, por lo general con el estatus de ilegales. El público al movilizarse se siente libre de graficar su euforia en pancartas, gorras, camisas, algunos llegan incluso a enmascararse —práctica desterrada de los carnavales por su potencial político y delictivo—, actúan, representan tipos populares a modo de mascotas de las diferentes selecciones. Ya en la calle, se juntan y hasta asocian para repartirse las cosas del juego: les dicen "peñas deportivas". Y, mientras aquel medio que siempre ha sido inmediatez por excelencia, la radio, usualmente hace el ridículo de poner las llamadas de los oyentes sólo después de grabadas —a veces montan la voz de un locutor para fingir un diálogo que no pase del falso saludo—, existe el popular espacio que ofrece esta oportunidad única: usted puede, en vivo, desarrollar cualquier idea tomándose el tiempo que a Einstein le sobraría, para polemizar, cubanear, claro, siempre que se atenga al nombre del programa: "Deportivamente". Nadie echa a ver tampoco que alguien cuelgue en su balcón algún mensaje beisbolero, el banderín del equipo favorito o un consejo malintencionado para su rival.



(Foto: Francis Sánchez)

Quizás por esta relación parasitaria, por esta interdependencia entre juego y poder, la frase, la clave de simulación que vino a sustituir aquel castizo "Hay moros en la costa" —más pertinente en una cultura de fronteras como la española—, es, entre los cubanos, este verso octosílabo: "Vamos a hablar de pelota" —lleno de fatalismo, propio de un país casi sin fronteras—. Se escucha, clamado por lo bajito, en medio de cualquier grupo donde estén abordándose temas prohibidos, cuando viene alguien que no inspira confianza. Y no es difícil imaginarse el porqué acudir al bate y los guantes para esta técnica de camuflaje. A la distancia, desde el punto de vista externo del probable "chiva" —lengüilarga, soplón...— si varios cubanos conversan con el típico acaloramiento que denotan los infaltables gestos, abriendo boquete a sus emociones, y al final resulta que no lo hacen de política, nada es tan verosímil como que el béisbol, es decir, la pelota, tenga la culpa.
Ya una vez el gobierno colonial de la isla, durante la guerra, prohibió el juego por sus características encubridoras de los ánimos libertarios. Por cierto, teniendo en cuenta que la acogida dada a este peculiar deporte colectivo —donde el factor individual pesa tanto— en otro archipiélago, el japonés, se explica según el parecido de la figura del hombre que hace swing en home con el samurái, y por el tipo de combate personal y mental entre pítcher y bateador, en Cuba no nos haríamos menos favor parando mientes también en la similitud con otra figura legendaria: el mambí, el insurrecto armado apenas de machete, y con aquel nuevo estilo de guerrear contra ejército superior en número y armamento, de tú a tú, hombre a hombre, que significó la solución a las condiciones que planteaba el escenario de la isla y la diferencia entre resistir y ganar. Un reflejo del destino trágico de la nación que sería la última perla de la corona española en América, por su cercanía a los Estados Unidos, y su relación fatal de amor/odio con el gigante norteño, estriba en el hecho de compartir el mismo "deporte nacional" y que el juego allí inventado, o por lo menos organizado, viniera a recalar tan rápido y penetrar tan hondo en la pasión popular. Quizás por ello, tomando distancia patrióticamente, se ha echado a rodar el mito de que ya en la isla se jugaba béisbol cuando Cristóbal Colón pisó la tierra "más fermosa", aunque en realidad era un juego rudimentario al que los aborígenes taínos llamaban Batos, un nombre donde algunos quieren ver el origen de la palabra que designa al implemento para golpear la esfera: "bate" (bat en inglés). Más o menos desde que el ser humano se estrenaba sobre la capa terrestre ya probaba formas muy diversas de pasar el tiempo, en casi todas las culturas, usando un garrote y una pelota. El primer juego oficial en el país se celebró el 27 de diciembre de 1874, entre Habana Baseball Club y Matanzas, en el Palmar de Junco, hoy el estadio de béisbol activo más antiguo del mundo, y terminó 51 carreras a 9 a favor de los habaneros. Había desembarcado en la cultura cubana un entretenimiento que se convertiría en una balanza donde tasar conflictos y símbolos, y que reflejaría, al compás de su historia, las complejas escrituras de la voluntad de poder.
Nicolás Guillén, presentando "Un club cubano de béisbol" en versos que eran no más que un lineup —listado de quienes comparecen sobre la grama—, pero esencialmente una parábola de la situación del país, se alegraba de que dentro de la tanda plagada de yanquis alinease al menos un "jugador" con nombre criollo: "Y menos mal / el cargabates: Juan Guzmán." Fue en medio de un juego que se televisaba, entre Habana y Almendares, el 4 de diciembre de 1956: jóvenes encabezados por el líder estudiantil José Antonio Echevarría saltaron al terreno y desplegaron una tela contra el tirano Fulgencio Batista. Tomada La Habana por rebeldes triunfantes, el público capitalino, que no se había podido sentar en el anfiteatro natural de la Sierra Maestra, tuvo la oportunidad grandiosa de ver a los guerrilleros en acción cuando se creó el equipo Barbudos para un juego de exhibición contra una selección de la Policía Nacional Revolucionaria. Se había anunciado a Fidel y Camilo como pítchers contendientes, pero una expresión de este al entrar al terreno sería la finta que pasaría a convertirse en un lema de uso muy extendido: "Contra Fidel, ni en la pelota". Al abrir en enero de 1962 el telón de las Series Nacionales, quedando abolida la Liga Cubana de Béisbol Profesional, el líder de la Revolución anunciaba "el triunfo de la pelota libre sobre la pelota esclava".


Cumplido el número redondo de 50 Series, ya amainó el delirio de tener indiscutiblemente la mejor pelota del mundo porque Cuba acaparase el medallero internacional pasando como una aplanadora sobre todos los amateurs, sobre imberbes universitarios y sobre obreros que calzaban spikes algún que otro fin de semana. Nos decían que eso era la gloría. Que hasta el out veintisiete defendíamos espartanamente la dignidad, el prestigio de una ideología en demérito de otras. Resultó una pobre ilusión. Nuestros jugadores, más profesionales que nadie, sólo cumplían con la formalidad de inflar la plantilla de cualquier centro laboral por donde cobraban un salario para dedicarse a jugar a tiempo completo. La fantasía verdadera sí continuábamos viviéndola, ahora dentro de las nuevas instalaciones a lo largo del país, pero venía en las manos y los pies de los hombres que, con la misma inercia maravillosa de las primeras ligas y los otrora clubes profesionales, seguían haciendo magia delante de estadios repletos, como el loco Víctor Mesa robándose el home o saltando sobre la cerca del jardín central para quedarse con un jonrón en el guante.

Tras la admisión de profesionales en la International Baseball Federation (IBAF), el dominio en la arena internacional decayó hasta el extremo de haberse perdido, en el 2009, todos los títulos. Periodistas especializados destacaban entonces, a guisa de reproche, la disciplina de los pítchers japoneses que disfrutaban tirando quinientas pelotas diarias en los entrenamientos. Se jaraneó calculando, en informales "esquinas calientes", el máximo que un prospecto guajiro podría sacarle a un bistec de biajaca. Vidas y haciendas de ciudadanos comunes han estado apolismadas, emparejadas con la suerte de los grandes jugadores de carne y hueso, por el supremo voluntarismo de la alternativa que busca el triunfo a toda costa, es decir, a costa del sentido común o de la misma calidad de la vida. Se reflexionó, por parte de la máxima instancia del Estado, que una causa del deterioro estaba en la fuga sistemática de los talentos desde la pelota libre rumbo a las Grandes Ligas norteamericanas, y, para más paradojas, se ordenó cerrarles además la puerta de regreso o visita a su patria, pues habían traicionado la confianza depositada sobre sus lomos, con tal que no viniesen a meterle aquí el brillo por los ojos a los que se quedaban.

Una cosa es fantasear con dirigir algo, sea un equipo o toda la estructura de una de las formas de la conciencia nacional, que se convierta en metáfora del país y la sociedad —cualquiera puede probarlo limitándose a su imaginación, a los palcos del arte o a chácharas callejeras—, y algo muy distinto es el poder real, ilimitado: manipular en la práctica toda esa trama social que condiciona la representatividad del evento, que empieza mucho antes de un partido y no termina cuando se apagan las luces del estadio. Lo primero, todos lo hacemos; lo segundo, nos lo hacen a todos.

Del segundo Clásico Mundial, en marzo del 2009, volvería la selección cubana exprimida por escuadras asiáticas. Al manager le esperaba en el aeropuerto José Martí algo más que una sensación de vacío en el mismo lugar donde, cuatro años antes, concluido el primer Clásico, multitudes habían celebrado una medalla de plata. Le esperaba ahora la reflexión de un "compañero" —por renunciar al título de Comandante en Jefe, desde su cama, convaleciente, no iba a abandonar ciertas prerrogativas sobre la pasión y el pasatiempo nacionales— achacando la derrota a su mal trabajo. La ceremonia de recibimiento, con la lectura de la "reflexión" ante el pobre hombre que debía soportar aquella descarga de frente, de pie y sin chistar, se transmitió por radio y televisión. A pesar de la riqueza de variantes y posibilidades estratégicas que incluye el béisbol, tan similar por ello al ajedrez, y para algunos igual de aburrido, esta censura no admitía réplica. Tampoco era la hipótesis a que se atrevía un fanático del montón. La misma ceremonia parecía fugarse desde la realidad hacia las páginas de la novelística latinoamericana. Un absoluto poder de discernimiento visionario, hecho a lidiar con presuntos desenlaces de la economía, la soberanía, la deuda externa o el calentamiento global, había elevado el juego al mismo nivel. A buen entendedor, para los espectadores: si sobre el terreno otro fuera el responsable de ejecutar, de tomar las decisiones —el autor de la crítica, por ejemplo—, otro sería el resultado.

5 de diciembre de 2010.