Desde temprano venían oyéndose toques de tambores por toda la ciudad. Un repique inconfundible: 17 de diciembre, día de San Lázaro. El «opio de los pueblos» según Marx, la religión, es hoy más necesario y familiar que nunca para el cubano. Ya en horas de la noche, un ruido se concentró al final de la calle y, poco a poco, se fue encimando sobre nuestras casas. Todos los vecinos salimos a ver qué pasaba.
Pasaba una procesión con la imagen del santo. Vestía su mejor ropa. Una capa amarilla, brillante, no dejaba ver sus llagas, sus muletas ni los perros dócilmente echados a sus pies por obra y gracia de quien había labrado la escultura de madera. Lo traían en andas. Sus devotos, estos que aquí no se pueden sumar a la tradicional peregrinación que cada año lleva a multitudes desde La Habana al Santuario Nacional de El Rincón, porque les queda demasiado lejos, decidieron cargarlo y sacarlo a pasear por el barrio. Al frente, dos niños vestidos de pioneros despliegan la bandera cubana de lado a lado como un gran parachoques.
La vecindad del reparto Vista Hermosa, en la ciudad de Ciego de Ávila, ha sido protagonista de un extraño acontecimiento, llevando una imagen de San Lázaro en procesión, mejor dicho, de Babalú Ayé, pues la imagen religiosa pertenece Eduardo Hernández, lo que en Cuba se conoce popularmente como un «santero», practicante de los cultos afrocubanos.
La iniciativa, del propio Eduardo, se cumple por tercer año consecutivo, con el autorizo y la colaboración de las autoridades gubernamentales. “Siempre había soñado hacer la procesión —dice—, era un deseo de un ahijado mío, él murió en el 2007 sin verlo hecho realidad”.
Este tipo de ritual sólo tenía tradición de hacerse en esta ciudad, en los más de cincuenta años de Revolución, con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, que empezó a sacarse sin permiso a principio de los años ’90 por los feligreses, quienes cruzaban la calle que separa a la iglesia del parque Martí y trataban de darle al menos una vuelta al parque venciendo en el forcejeo contra policías disfrazados de paisanos. Así sucedía en medio de grandes tensiones, hasta que a raíz de la visita a Cuba del Papa, Juan Pablo II, en 1998, volviera a permitirse la celebración católica al aire libre y se trazó un recorrido que cada año se cumple a través de las calles más céntricas.
Pero, por el contrario, la procesión sincrética y popular de San Lázaro, este viejito llagado, al que se le pide salud y se le hacen promesas de sacrificios llenos de dramatismo, hasta ahora parece corresponderse con el estatus social precisamente de los más necesitados y pobres, esos que por lo general acuden a él en busca de auxilio y están dispuestos a salir por la calle en su representación, a veces descalzos, en andrajos, pidiendo limosnas. El recorrido partió desde una modesta casita pintada de rosado, donde el más popular e indigente de los «santos» cubanos disfruta uno de sus innumerables altares, en una esquina humilde. El cortejo avanzó por calles mal iluminadas y peor asfaltadas o sin asfaltar, muy fuera del centro urbano, para volver al lugar de origen, donde niños, hombres y mujeres, con las típicas ropas hechas de sacos de yute, cantaron a Babalú Ayé, le alabaron, le ofrendaron sus alimentos, su tabaco, y le tocaron su tambor. En el altar, entre muchas flores frescas, predominaban los girasoles con su peculiar relumbre, sugiriendo la búsqueda de iluminación espiritual en medio de las tinieblas.
La ausencia más sensible a lo largo del trayecto fue la de la batería especializada de tambores, pues los percusionistas habían trabajado todo el día animando otras ceremonias y, a esa hora de la noche, estaban ya pasados de tragos, entonces se aseguraron de no cometer algún desliz ante una concurrencia donde había hasta representantes del Partido Comunista de Cuba (PCC).
Algunas personas hablan de hacer otro San Lázaro, uno más grande para el recorrido por las calles, pero no —advierte Eduardo—. Este es el iniciador, lo hizo precisamente aquel ahijado suyo con el sueño de que tuviera una peregrinación pública, por eso dice que «hasta que yo me muera va a seguir saliendo, y después espero que algún ahijado siga la tradición».
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