Hace poco he tenido la suerte de visitar uno de esos puntos conectados con el palpitar de la naturaleza y la historia: Dos Ríos, el sitio donde por primera vez entró en combate, pero murió, José Martí. Donde lo derribaron de un caballo tres balas españolas, el 19 de mayo de 1895.
Foto: Francis Sánchez
Un pequeño grupo de devotos del que yo formaba parte se reunió a la sombra de los árboles que rodean el monumento, precisamente del lado donde recibiera la descarga antes que su corcel lo arrastrase.
Repasamos los detalles que convirtieron a la escaramuza de aquel día en un desastre inexplicable, inverosímil teniendo al frente excelentes estrategas como Máximo Gómez. Alguien mencionó la posibilidad de un suicidio o una entrega sacrificial sobre el ara. Especulamos qué bueno que Martí no hubiera logrado atravesar el río Contramaestre, entonces crecido por las lluvias, junto con las pocas tropas, en su mayoría reclutas jóvenes inexpertos, que llegaron al otro lado para avanzar sobre un ejército que los esperaba perfectamente apostado.
Me impactó saber que el monumento original, hecho con el mismo mármol que escogía Miguel Ángel en la península italiana, nunca hubiera podido llegar hasta aquí, seguro por lo pantanoso del terreno, y estuviese varado aún en el parque de Palma Soriano. Teníamos en el lugar sólo una réplica, empezada a construir al mismo tiempo que la República, en 1902, pero que no se concluyó hasta veinte años después. Demasiado tiempo, pensé. La fatalidad parecía subir desde la tierra. Con ser más grande que el original, esta imitación tampoco disculpa el hecho de que en su estructura engullese, desapareciese aquel montículo levantado originalmente por Máximo Gómez y sus soldados, cuando al acabarse la contienda vinieron aquí, y bajaron al río, de donde cada uno tomó una piedra.
¿Cabría suponer reliquia mayor que la tierra entintada con su sangre, que una niña y un padre recogieron inmediatamente después de retirarse el ejército? Pero esta es sólo una verdad de la tradición oral, o sea, del miocardio imprescindible, mientras el montículo hecho por los héroes con aparente carácter provisional sí estuvo y, de cierta forma, sigue estando, aquí.
Qué lamentable que la rimbombancia típicamente insular, ese afán de perpetuidad en medio de los humedales disolventes, haya preferido enmarcar bajo el cielo una imitación que compitiese con la topografía, antes que el documento rotundo, humano, antes que la simple reunión de chinas pelonas escogidas directamente por los hombres que habían sobrevivido a la lucha cuerpo a cuerpo.
Miro con respeto la aguja blanca que se sostiene como veinte años de construcción, que no son nada, pero también como siglos de necesidad acumulados con aquella idea de que Martí nunca debió morir, que son todo lo que somos, y no evito imaginar a su través otra simetría, la sagrada disposición de aquellas piedras sueltas.
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