26 dic de 2010

¿Es La Habana la que no aguanta más?

Foto: Francis Sánchez

Viajar a través de Cuba me emociona. Para cualquier cubano de a pie, moverse en su patria, sobre todo por esos intrincados interiores que no tocan la gran ciudad, puede ser tan arduo y sorprendente como dejar atrás las fronteras de la nación. En esto reflexionaba mientras volvía de una visita breve, la primera que haya podido hacer no solo yo, sino cualquier miembro de mi familia, a un paraje de la región oriental. Resulta que se trata del espacio exacto donde cayera en combate José Martí, sitio que debía hallarse en el camino de todos los cubanos, porque quizás para eso un día lo dejó marcado, providencialmente —cuando aún despuntaba la última etapa de las luchas por la independencia—, un hombre más conocido a la vuelta de los tiempos porque fuera el padre de Dulce María Loynaz, poetisa que nació el mismo año que la República y también, como el Apóstol, puso a Cuba en el mapa de la poesía universal. Mientras yo desandaba el camino, mi mente volandera se iba a un tema bailable, “Soy cubano y soy de oriente”, del popular sonero Cándido Fabré, en especial el fragmento que habla sobre esa homogeneidad profunda de una cultura y una identidad nacionales, que no se crean de un plumazo, por decreto, sino sólo gracias a actos solidarios superiores, como los que alaba este músico: que Martí, habanero, murió y está enterrado en el lado de oriente, mientras el general Antonio Maceo cayó y tiene su tumba muy cerca de La Habana, en la zona occidental.

Si la pobreza —dígase ausencia de formación de «capital»— generalizada y transmitida a través de generaciones, no fuera el mayor lastre para el libre movimiento, bien conduciendo nuestros pasos ocasionalmente, bien descolocando la vida en pos de mayores empeños, dentro del mismo país, queda todavía la tiranía del aparato estatal respecto incluso a mínimas actividades. Estructuras rígidas, normas impositivas, y prácticas sencillamente arbitrarias, regulan, estorban cualquier expectativa de evolucionar o cambiar apenas de posición sin abandonar la isla.

Pero suele atenderse con más frecuencia al problema del acceso al turismo internacional y el libre tránsito desde y hacia la patria, opciones bloqueadas para la familia cubana común, quizás porque atañe al papel grandilocuente de un proyecto revolucionario en el ajedrez mundial. Ese contacto con el mundo, con un espacio exterior que el discurso nacionalista tiende a demonizar, apunta hacia otra dirección por lo general más determinante y que engloba necesidades perentorias: largos, a veces abstractos desplazamientos, que están, por supuesto, oficialmente vedados. «¡Es de afuera!», «¿Has viajado afuera?» «¡Vino de afuera!», se escucha decir en el coloquio ordinario, siendo un tipo de expresión que, pues ubica y da por descontadas las grandes frustraciones dentro de la experiencia autóctona, desplaza el deseo y la sublimación hacia todo lo que no signifique lo propio. Queda sintetizado el mapa universal en una especie de dilatada y única salida de emergencia —¡Afuera! —, independientemente del confín internacional hacia donde se pueda salir o desde donde se arribe. Asimismo resulta muy sintomático que, en un país cuya composición étnica muestra la mancha de la esclavitud padecida tanto tiempo, el permiso oficial para que las personas viajen al exterior, permiso que se arroga el gobierno, se conozca como “Carta blanca”. La disculpa sobre este abuso de poder a que tendríamos apenas derecho ya la concedió Ricardo Alarcón de Quesada, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, ante alumnos de la Universidad de las Ciencias Informáticas (UCI). Su pieza oratoria legó una perla de la enajenación a que suelen llegar ciertas burocracias cuando pierden contacto con la realidad, o sea, con el presente que late en las privaciones de la mayoría y con el futuro que quema los corazones jóvenes: si a todo el mundo le diera por montar en avión, si nos liberaran y dejasen despegar del suelo, ocurriría —vaticinó— una gran colisión en la autopista celeste.

Lo que más me atrae y tranquiliza de la idea de viajar, cuando puedo, es precisamente la posibilidad de mantenerme unido a la tierra: una confianza y una densidad del conocimiento que sólo se nos permite, a quienes vivimos en una isla, para transportarnos monte adentro por caminos, trillos y guardarrayas, atisbando la gracia incomparable de una gallina o un bejuco. Nada resulta, además, tan entretenido. Poder sacar los ojos por una ventanita como la de una alcoba ambulante, y ver ahí, en nuestras narices, esa vida que transcurre cotidiana, provinciana, humanamente. Escenarios y escenas breves de microcosmos que intentamos imaginar y conectar a partir de pequeños detalles, y, en medio de tanta fugacidad, los árboles, las casas y las gentes que se aferran con dignidad a su lugar.

No bastaría con derogar alguna ley o disposición administrativa para desmontar las limitaciones injustas que frustran el tránsito y la solidaridad de los cubanos a través de sus campos y ciudades. Tránsito que en última instancia significa el derecho básico a decidir sobre la propiedad —cada uno sobre la privada, todos sobre la común—, participar y afianzarse en esa dimensión orgánica de la patria. Por estos parajes campestres, el despotismo también le saca la lengua a ciudadanos de segunda y tercera categoría, otros «nadies» y «ningunos» de América como los que el escritor Eduardo Galeano defiende en sus libros. Tradicional hegemonía de las élites se articula, a nivel mucho más extenso y práctico, en base al ancestral fatalismo de las relaciones entre metrópolis y territorio rural. Dice E. Galeano, en Las venas abiertas de América Latina: «[…] se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra».

Un sistema de control que coarta las libertades individuales va construyéndose, justificándose, con el carácter idealista, asistencialista del Estado, y con la planificación de la economía que se rinde al voraz aparato de la vida metropolitana. Así queda comprometido el desarrollo regional, según el supremo interés de autoconservación del poder central. Interés que antepone soluciones coyunturales y emergentes aunque vayan en contra de un diseño social justo y equilibrado.

Cuando la mitad de las inversiones se hacen sólo en la ciudad de La Habana, un especialista del Centro de Estudios de la Economía Cubana legitima esto con un supuesto pragmatismo, cuya ceguera en cuestión de derechos humanos y proyección histórica coquetea con el más rancio oficialismo: «Ya después podremos pensar en cómo desfracturamos lo que fracturamos». Pero cuando, claro, la población del campo emigra hacia la capital, sobre todo los orientales —descienden en mayor medida de aborígenes y esclavos: los traídos de África y los que vinieron con sus amos tras la revolución haitiana, siendo herederos de su estatus marginal—, la respuesta rápida del Estado llega con la autoridad restrictiva de la ley y la policía. Desde hace tiempo se sabe que una ruta de ómnibus parte sistemáticamente desde La Habana llevando cubanos deportados hacia sus lugares de origen en el lejano y populoso territorio oriental. Los capturan por las calles, para lo que basta pedirles el carné de identidad. Se les nota el pecado «original» por su nivel cultural, su color «sucio», su pobreza, y porque hacen aquellos trabajos peor remunerados, viven a veces sin permiso de la compañía eléctrica y sin derecho a cuota alimenticia.


Foto: Francis Sánchez


La letra del tema mencionado de Fabré, era una respuesta abierta, frontalmente defensiva, a otro número musical bailable, “La Habana no aguanta más”, crónica urbana sobre la migración interna, de Juan Formell, que en los años ’80 popularizara la orquesta Los Van Van. Lastimado en su amor propio, Fabré pasó a inventariar cuántas deudas la ciudad capital había contraído históricamente con la región donde se fraguaron las guerras independentistas, además de núcleos claves de la cultura cubana como el Son, el mismo género musical, por cierto, que estaba sirviendo de plataforma a la polémica, detalle aprovechado con su efectividad dentro de una factura rítmica: “Si La Habana no aguanta más, / entonces por qué no cogen el Son / y me lo mandan pa’ acá”. Pero esta composición, por supuesto, nunca recibiría igual publicidad que el éxito de Juan Formell y su orquesta habanera —“el tren de la música cubana”—, íconos reconocidos internacionalmente.

No obstante, Cándido, antiguo cantante líder de la agrupación La original de Manzanillo, polemista contumaz —su carácter sonero, que se luce improvisando, se asemeja al de los poetas repentistas, esos decimistas que gustan protagonizar controversias en las fiestas campesinas— seguiría siendo uno de los músicos con mayor convocatoria en las plazas de los pequeños pueblos del interior, donde la festividad espontánea cumple significados de autoafirmación y desafío a normas urbanas. Había sido una polémica verdadera, aquella con Formell, aunque inaudita —no solo porque al dilema social lo enfrentaba con sentido trágico en un formato festivo, lo que en definitiva era un atenuante—, ilegal: desconocía el diseño de consenso y confianza unánime en la superestructura política. Por eso, igual que a cualquier desgracia endémica, al problema vino a desterrársele de la discusión, ya que no de la realidad, enviándolo al cuartico de los temas tabúes, aquello de lo que no se habla.

La élite intelectual toma distancia de esta injusticia como respecto a otros conflictos y abusos internos que de verdad estén, como se dice, «echando candela», por puro instinto de conservación. Insolidaridad, a veces disfrazada de incompetencia profesional, que muestra el lado cínico cuando esas mismas mentes privilegiadas, ya «comprometidas», salen a analizar la escena internacional para aborrecer un muro que levante Estados Unidos en la frontera con México o la persecución a los gitanos en Europa. Así particularmente otro silencio, anómalo, cómplice, puede arrojar luz sobre la doble moral y deviene indicador de la superficialidad del discurso oficialista.

“Bienvenidos a La Habana, capital de todos los cubanos”, anuncia una valla al lado de la carretera, se ve a la entrada del documental Buscándote, Habana (2006), de la joven realizadora Alina Rodríguez. A continuación accedemos a un horizonte barrial nunca visto, insalubre, y tenemos en primer plano a inmigrantes ilegales, criminalizados, acorralados contra un muro interno. Estos no son los fríos datos de una plaga que presentan las estadísticas y la prensa, siempre punibles, siempre descartables, ni los «palestinos» de los chistes, medio parlantes, medio humanos, sino gente a la que le salen lágrimas. Hombres que buscan trabajo en vano, niños que duermen sobre un cartón, la madre sin derecho a una ración de leche para su bebé. Cuando vi este documental, mi copia pirata advertía que se desautorizaba cualquier difusión en Los Estados Unidos, previendo que nunca fuese manipulado por aquellos enemigos de la Revolución, nada decía sobre la necesidad, sobre la obligatoriedad moral empeñada con el público del país doliente, donde hasta hoy nunca ha sido televisado y se propaga sólo a través de memorias flash.

Fidel Castro hizo una vez un chiste. Eran los días en que el país se endeudaba comprándole a China un gran lote de ómnibus Yutong. Justificó la subida tremenda al precio de los pasajes, con esta salida cómica: o se ponía un costo suficientemente alto al transporte, o se corría peligro de que a todos los orientales les diera por «venir» a pasear a La Habana. Parecía extraño, que estuviera proyectándose sobre la misma retina de los pobladores aquella imagen de una población ficticia, quizás ideal: una que contaría supuestamente con tiempo y solvencia financiera para dedicarse en masa al ocio, a algo aparte de subsistir. Pero incluso la lógica narrativa de la pequeña fábula obviaba que el transporte público que fluye desde las comarcas orientales hasta la Terminal Nacional de Ómnibus enclavada en el reparto del Vedado, siempre hace el mismo recorrido al revés, y con idéntico precio. No, claro, era imposible tomar esto en cuenta, porque la posibilidad de ver a los habaneros yéndose Cuba adentro, «paseando» o impelidos por cualquier otra fuerza light del destino, no existe, no forma parte del imaginario nacional. Trágica, triste, amargamente el pueblo está de espaldas a su rica tierra, que se le ha cerrado, y de frente al océano prometedor.

A la espalda del pueblo está la «isla infinita», como sus primeros habitantes se referían a la mayor de las Antillas, donde el poder centralizado, con la potestad de la insurrección triunfante, expulsó, devoró a colonos, grandes y medianos terratenientes, confiscó al principio todas las empresas hasta el nivel mínimo de un cajón de limpiabotas, y se alzó con el control de las fuentes de trabajo y la mano de obra mediante relación salarial, creando un Latifundio de Estado cuyo monopolio usaría para reproducirse a toda costa, independientemente que pudiera desestimular la producción material, siempre que garantizase el dominio espiritual. A la espalda, está ese cuadro de desolación que presentan los campos sin sembrar —la última zafra azucarera ha sido la peor en cien años, dejó de cultivarse café en las montañas, arroz y cítricos en las llanuras, etc.—: superficie cuya propiedad el gobierno se niega a ceder a quienes la trabajen, a pesar de la incapacidad prolijamente demostrada para hacer que rinda fruto, y lo más que concede es la oportunidad de un arriendo a plazo fijo, típico altruismo del potentado que induce y quiere cosechar sólo la tranquila dependencia.

Pero doblemente triste resulta el cuadro de que, dando la espalda a la estructura agraria y los discursos doctrinales que lo han instrumentalizado con gran despecho, el cubano al parecer se ve empujado sin remedio a distanciarse también de la patria, de su naturaleza, su historia, sus potencialidades y aquellas presencias simbólicas que le unen al suelo, como José Martí, el Apóstol.

Martí que dijo «El arroyo de la sierra / me complace más que el mar» y volvió desde el mundo ancho y ajeno a echar su suerte con los pobres, en lo recóndito de la antigua provincia de Oriente, en una tierra inundada por las aguas y los perfumes del mes de mayo, gozando, como poseso del Espíritu Santo, los espasmos y sonidos del monte, para morir, a falta de uno, entre dos ríos.

15 y 16 de diciembre de 2010.

2 comentarios:

  1. Miren este post sobre el miedo
    http://elpequenohermano.wordpress.com/2010/12/21/persistencia-del-miedo/#comment-1800

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  2. No te bajes de esta nube, defiende cada una de sus palabras y cada una de sus fotos. Gracias por invitarme a leer tus textos, en los que me veo reflejado, como la piedra que toca el agua varias veces antes de hundirse. Un abrazo grande y guajiro, en decir, villareño.

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