21 oct de 2010

Nieve

De mi diario de sueños.
Anotado al amanecer del 26 de febrero de 2010.

Bailarines de la región de las nieves viajaban hasta la otra mitad del mundo con el único fin de actuar desinteresadamente para nosotros, los nativos de la isla, en función exclusiva. Ultramoderna compañía de danza de los países exsocialistas. Mujeres con las carnes más blancas y extremidades más largas del mundo, con el paso más suave y desenvuelto que podíamos imaginar que alguien desarrollase sólo para caminar sobre las nubes. Y con ojos, labios y cabellos increíblemente irrigados por el color de la sangre y la juventud.

Si nuestro gobierno les autorizaba a pasar al interior del país para hacernos la visita —a esto llamaban un intercambio cultural— debía de ser cumpliendo algún protocolo muy bien pensado, como el acercamiento estratégico a antiguos socios políticos con los cuales aún manteníamos algunas cosas en común; por ejemplo, tractores, arados, turbinas, equipos de audio y bombillos Made in URSS, Checoslovaquia, etc. En el futuro serían nuestra más probable fuente de negocio y abastecimiento de piezas.

(Foto: Francis Sánchez)

Llegaron a través de un pasillo largo, en penumbra y con paredes de madera húmeda, como la callecita única y estrecha de una aldea de pescadores. Pasaron al escenario y no teníamos escenario. Tampoco había que preocuparse por la altura del techo o el diámetro del salón donde iban a probar sus saltos y evoluciones maravillosas.

Salieron a la luz del trópico para encontrarse a sus anchas en el aire del mar y bailando dentro de una plaza pública sin los inconvenientes de la intemperie. La plaza ofrecía la seguridad de una cueva donde no se veía el final, el muro de rocas, ni hacia arriba ni hacia los lados. Si alguien demandaba un rayo de luz en un lugar exacto y no en otro, caía sencillamente un relámpago proyectado desde una altura o distancia imposible de determinar y permanecía allí, en el punto del espacio deseado, brillando sólo el tiempo que fuese imprescindible.

Cuanto espacio necesitasen, ya estaba garantizado: la oscuridad envolvente se los ofrecía, no importaba que fuese para correr en línea recta como por un trampolín, girar de improviso, multiplicarse en grupos o formar mayores combinaciones como los planetas y las galaxias. En derredor de la plaza, más allá siempre de la línea de sus saltos, sólo veían la oscuridad compacta, donde era lógico suponer que estuviera la masa del público.

Yo, el hijo pequeño de un mecánico o un ayudante de mecánico —alguien que no había encontrado con quien dejarme en la casa y me trajo como un estorbo a su trabajo, al teatro— estaba parado, donde no tenía que estar, en el vano de una puerta al final de un pasillo, espiando a los artistas antes de comenzar la función.

Ensayaban. Se perfumaban. Torcían el cuello, pasando por delante de un espejo, para mirarse las nalgas.

Entró una bailarina y, estirada frente al espejo, se bajó la trusa y dejó al descubierto una mata de pelo roja. Cuando separó al máximo sus piernas, tensando el blúmer elástico que colgaba de sus rodillas, entonces hundió una mano en la cabellera de su pubis y la alisó y le dio forma como si fuese la cabeza de una niña acabada de despertar. De sus labios inferiores colgaban aretes, píxeles, cuentas de abalorios tornasolados, y con pequeños movimientos que imitaban ciertos espasmos amorosos también probó cómo estaban sus adornos íntimos, su peso y brillo, incluso la orquesta sutil que producían al rozarse.

Era una visión demasiado tentadora, aunque apenas era el comienzo. Repentinamente cada bailarina poseía un vello púbico digno de alguna sala del Ermitage. Vivían orgullosas de las calidades y el poder de sus triángulos misteriosos, los colores, las texturas..., por eso jugaban y competían, intercambiando sensaciones de placer y asombro ante sus cuerpos, como si la flor de su sexo pudieran asirla por el tallo momentáneamente, pasarla de mano en mano y ponérsela en la cabeza, en una oreja o en la boca para entusiasmo general.

Dos varones aparecieron corriendo, salían de la nada, cargaron a la primera muchacha —aquella primera en soltarse la cabellera púbica— tomándola por los brazos al tiempo que giraban para mostrar a los cuatro puntos cardinales dónde estaba la estrella roja invencible, cuál era la fruta reina que había hecho inclinar todas las cabezas del mundo. La muchacha así destacada sonrió, complaciente, y por último estiró su cabeza, desde lo alto, en señal de triunfo.

El par de varones porteadores entonces era a su vez cargado por otros cuatro mancebos musculosos que también llegaban en loca carrera. Y no terminaban de acomodarse, cuando del fondo brotó infinidad de cuerpos como una explosión de polen rozagante, hembras y varones. Formaban una pirámide gigante a partir de muchas pirámides que a primera vista parecían sólo orgías pequeñas y fuera de control. Brillaban las nuevas estrellas femeninas en plenitud de facultades.

El grupo crecía de manera acelerada y cambiaba de forma, mientras seguían uniéndosele por delante y por detrás los raudos poliedros de mujeres y hombres que se atraían libremente, en una pulsión regular y armoniosa como los pétalos de una rosa búlgara. Todas las pirámides cumplían con la regla de quedar coronadas siempre por una bailarina con su sexo abierto, maduro y vistoso.

Mujeres perfectas que florecían distendiéndose dentro de la única conciencia de suspenso y subordinación que hacía a la danza realizable. Juntaban y fundían sus labios en un racimo frutal donde no pude distinguir ya, desde donde me encontraba, qué parte era más excitante: si unos labios femeninos apretándose para chupar, tan finos y absorbentes, o los otros labios más femeninos, pero más gruesos, abriéndose y dilatándose para ser chupados. Las estrellas rojas del baile se buscaban y unían a través de sus bocas y vulvas, todas entre sí sorbiéndose el néctar y soplándose como ascuas.

Me movía inquieto, buscando el mejor lugar desde donde ver, aunque caminaba con dificultad porque traía zapatos muy viejos, quizás como los del teatro griego, con tacones demasiado altos, tan altos que pasaban por zancos. Para avanzar manteniendo mi precario equilibrio, y sin caerme, debía hacer aspas con ambos brazos. Pero me había puesto mal la ropa y sólo ahora me daba cuenta: un brazo, el derecho, había quedado embutido dentro del pulóver. Trataba de sacar mi brazo y la tela era un capullo de seda elástica, imposible de romper.

A duras penas lograba dar un paso o dos, hacía aspas sólo con mi brazo izquierdo y me iba de lado. Quería salir dando pasitos como de cigüeña al espacio abierto y libre de obstáculos, pero sobre la única boca del pasillo que desembocaba en el escenario se habían amontonado, afilándose sus dientes, los viejitos, los padres y abuelos del personal que trabajaba detrás de bambalinas, cerrándome el camino. Allí se reunían también los obreros, excitados,  quienes olvidaban sus responsabilidades con hacer funcionar el mecanismo del escenario como lo que eran, tendones, ruedas y poleas del enorme teatro: llenos de tizne, sudando, habían detenido y pospuesto por breves minutos sus vidas para disfrutar del espectáculo. Sin salirse de su centro laboral, pero sin poder hacerse los de la vista gorda, echaban mano a cualquier caja de herramientas o pieza de atrezo para sentarse en la sombra, ponerse cómodos y disimular sus deseos, la acción de sus jugos gástricos con la misma rectitud que les estaba prohibido cualquier gesto, el aplauso o el grito.

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