31 ene de 2011

Periodismo

Lázaro Saavedra González es un artista cubano. Sus "intervenciones" por la red de correos electrónicos con las obras de su "Galería I-MEIL" suelen aportar en el debate una veloz trama de honestidad, coherencia y contundencia, para lo que el campo intelectual nacional casi siempre parece no estar preparado. Suyo es "Periodismo", recibido en mi buzón de correos este 28 de enero, al cumplir José Martí 158 años.



28 ene de 2011

Renuncia formal a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba(UNEAC)

En Ciego de Ávila, Cuba, 24 de enero de 2011.


Destinatario: Si hubiera alguien a quien le interesara.

Asunto: Renuncia formal a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

Aclaratoria: No me interesa desviarme a hechos particulares y deprimentes, siendo las últimas gotas y quizás menores que pueden haber desbordado mi decepción.

Mensaje: Si sobran los motivos, hoy sobran las palabras.
  

Francis Sánchez
Escritor
Ciego de Ávila - Cuba.

20 ene de 2011

Sueño de un día sin serpientes



Fotos: Francis Sánchez.


 
Tengo la coartada de dos hijos para poder salir a jugar. En casa digo que voy con ellos por complacerlos y vigilarlos siempre de cerca, la realidad es que escapo así de las tensiones y la rutina, o sea, del mundo idiotizado. A veces sólo bajamos cuando afloja el sol a patear una pelota. Si llueve, hacemos porterías en la misma calle, con dos piedras a cada lado, y nos comportamos como en una piscina. Pero los fines de semana, pues la escuela recesa, podemos aspirar a soluciones drásticas, una particularmente: tomar un camino fuera de la ciudad. A esto le decimos "La excursión". Por lo general entonces se suma algún muchacho del barrio, a veces hasta tres o cuatro si sus padres les dan permiso.

Claro que dentro de la ciudad no abundan alternativas, como tampoco sobra el presupuesto familiar para ir en busca de mejores opciones a otras ciudades o a centros turísticos. Sin embargo, no pensamos en eso, simplemente nos gusta lo que hacemos. Saliendo en bicicleta, a más tardar en quince o veinte minutos ya hemos cambiado el canal y disfrutamos otro paisaje en nuestra pantalla grande. En vez de esos colores astillados y chorreados de las casas, allá afuera predomina parejo el verde, moteado vivamente con flores o pellizcado por el áspero gris que llama a lluvia, según la estación.

Vamos en busca de sorpresas. Por eso evitamos los potreros, casi siempre están vacíos y sus cercas sólo nos separan de una planicie poco tentativa. Resulta más estimulante para nosotros derivar repentinamente del gozo visual a otros sentidos en detalles, el tacto, el olfato y el gusto. Seguimos cualquier fruta que relumbre.

Hemos descubierto un cocal abandonado, o al parecer allí van cada cierto tiempo a trasplantar de raíz alguna mata —así lo dan a entender los huecos— para adornar un paseo o un jardín como se acostumbra ahora, ahorrándole a la gente esa ansiedad, esa angustia de ver crecer un árbol. También un día encontramos una ciudad cubierta por la maleza. Hemos dicho que son vestigios de una civilización antigua. Por ahora yo soy el único que sé que se trata de un megaproyecto que allá por los años 80 del siglo XX tuvo el Primer Secretario del Partido en esta provincia: hacerle una "playita" a la ciudad, con el típico complejo de toda urbe escondida tierra adentro en una isla, pero con la infeliz casualidad de que él podía disparatar a sus anchas desviando un río —incluso un sistema de canales iba a llegar hasta la ciudad, y quizás hubiera llegado, de no haberse interpuesto casualmente la ley de gravedad—. Entonces el pobre curso de agua que apenas aspiraba a una calificación como arroyo, desaprobó examen tan exigente, quedando una playa artificial hecha un charco y las construcciones aledañas en su mayoría a merced de la hierba. Jugamos en un paisaje raro donde tenemos ciertamente las capas de otras ciudades perdidas.

Cargamos con nosotros las cosas más sorprendentes. Son los niños, por supuesto, quienes admiten mayor volumen de carga. Yo llevo sólo un cuchillo, un par de pomos con agua y poco más. Pero Fredo de Jesús, por ejemplo, desea vivir en el país donde los animales conversan, aquel donde se filmara a Alvin y una banda de ardillas triunfando en la escena musical, por eso aún tiene la propiedad de escuchar o creer que escucha hablar a los animales cuando están —o creen que están— solos. Quizás un pájaro que haya emigrado desde allá... Él quiere, además, ser como Legolas, el elfo de El Señor de los anillos y usar igualmente, a la perfección, el arco. Francito, como el mago Merlín, puede invocar con un ensalmo al espíritu del fuego y nada más poniendo las palmas de sus manos hacer que se levante una llama desde la tierra. Su primo, Enmanuel, de más edad y sin quien ellos no se imaginan un viaje feliz, dice "el fuego es hermoso". Fredo me pregunta si en las tiendas tampoco venden antorchas, y es el momento, cuando mamá no está mirando, de hacer una. Repartimos árboles y recovecos en usufructo, entre buenos y malos, así de sencillo: cada uno es el bueno y tiene derecho a creer que los demás son ogros, trolls, a quienes hay que expulsar del bosque. Corremos con cuidado de no pincharnos. Francito hace la observación de que en los paisajes paradisiacos de las películas nunca se ven las espinas, ¡ni las hormigas, ni las garrapatillas!

Coincidentemente todos tienen planeado graduarse algún día de exploradores o conservacionistas. Colectan asombros mientras yo doy la puntuación en una escala que va del uno al cinco. Mata de almendras en un mar de marabú y guácimas: tres puntos. Toro venido a menos, sin tarros: cuatro. Ciempiés gigante —clasifica como talla extra cualquier bicho para cuya captura haga falta auxiliarse con una gorra— amerita puntuación máxima. Machucar y comer almendras por montones termina siendo nuestra versión de la llegada de los dinosaurios al valle verde después del gran cataclismo.

Los dejo hablar cuando se cansan. Es la parte en que intercambian experiencias. Sobre todo me callo mientras parece que cruzan el bosque de la actualidad social o rozan esos bordes peligrosos. Aprendo. Especialmente me instruyo sobre la inocencia que quisiera conservar incluso a costa de la vida, si fuera posible. Hoy panean viajar por el mundo libremente y regresar. Fredo ofrece su punto de vista: el sueño consiste en una gran solución contra todas las limitaciones. En sueños él tiene la libertad de ser y hacer lo que le viene en gana. Dice que cuando quiere vivir aventuras como Harry Potter, usar sus poderes, lo sueña y ya. Están de acuerdo, pero otro acota que lo ideal es poder salir, ganar dinero y traer todas las cosas necesarias para vivir. Me recuerdan a un amigo, un poeta que hablaba de la patria como un paisaje al que se llegaba pasando por el exilio: el día que se fuera, podría venir a visitarla, podría conocerla. Se alegran de habitar un país sano, alegan que aquí no existen animales venenosos, tampoco boas que traguen gente, ni leones, ni cocodrilos como en los pantanos de la Florida y en Australia... 


Pienso qué felicidad la suya, ignorar otros ambientillos donde se medra a costa también de la imaginación y las utopías, el literario el peor de todos, y la morbosa política. Mi deseo más íntimo, inconfesado: que no crezcan. Que sean hombres de bien, también. Pero que entre las trampas del mundo vayan con buen paso para no caer en esa falacia de ser "útiles a la sociedad", donde muchos terminan convertidos en instrumentos eficientemente deplorables, los que hacen realmente largos a los tentáculos de la injusticia, como los oportunistas, adulones o guatacas, chivatos, lamebotas, siempre arrastrándose y con sombra segura bajo el poder de turno. Que no se dejen envenenar por la envidia ni el miedo a vivir con transparencia. Que jamás abusen, acorralen ni humillen a ningún ser humano.

A Francito le resulta especialmente atractivo el argumento de una fauna endémica inocua, porque es uno de los pocos niños a que haya mordido un Majá de Santa María, ese casi extinto primo cubano de la víbora y que tiene fama de bobo.

No era tan bobo, o estaba ya harto, el pobre ejemplar que usaban en un centro recreativo de Cayo Coco para que los visitantes se tirasen fotos, lo sacaban de una maleta y cualquiera podía incluso colgárselo al cuello. Insistí para que él, entonces con diez años, no se quedara sin un recuerdo a lo Indiana Jones, con tan mala puntería que, en esa fracción de un segundo en que se abría el obturador de mi cámara, el majá decidió atacar. Por suerte —hasta que le explicó un doctor de guardia en el hospital, se negaba a creerlo—, no había veneno. La foto (ver arriba), junto con mis remordimientos, traería una popularidad inesperada a la víctima entre sus amigos del barrio y la escuela.

"¡Cuidado! ¡Qué miedo"!, exclaman pasando su mirada superficialmente por los arbustos. Para entonces ya estamos ante una piscina natural, en el cauce de lo que fue una vez un arroyo y debía haberse comportado como un canal según la agenda de utopías o disparates de la burocracia, pero esto ellos aún no lo saben. Entre las piedras queda agua acumulada del último aguacero.

Van a bañarse. El miedo me lo dejan a mí sobre una roca desde donde vigilo. Chapotean y ríen. Lo que más los divierte es huir precisamente de un cocodrilo o una boa imaginaria.


16 ene de 2011

Qué confusión. Qué dicha. Qué dolor



Fotos: Francis Sánchez.



Qué confusión. Pablo Milanés, el mítico fundador del Movimiento de la Nueva Trova Cubana (1972), comenzaba la segunda parte de su gira nacional “Por Cuba” en el centro de la isla, a sólo unos diez minutos de pedaleo desde mi casa. Estrenaba incluso un escenario readecuado para eventos masivos en una pista aislada entre muros. Y allá me fui corriendo, es decir, pedaleando, como siempre, un poco retrasado, convencido de que ya no encontraría espacio para verlo cantar por primera vez desde cerca. Pero me equivoqué. Nuestro querido Pablo estaba sentado frente a un puñado de personas que se pegaban a una tarima al final, en el fondo de una pista donde sobresalían agentes del orden público que se habían quedado casi sin contenido de trabajo. Era una noche fría y, de pronto, la soledad la hacía inquietante. Mientras cruzaba aquel espacio a todo lo largo para incorporarme al selecto auditorio, ya la voz inconfundiblemente melodiosa aleteaba en el ambiente, no podía ser más sugestiva entonces la canción “Días de gloria”: “Los días de gloria se fueron volando...

Qué dicha. Disfrutar su voz, tan fresca y noctívaga como la primera vez. Un concierto íntimo, con las crónicas de esas mínimas tragedias y delicias que le dan al ser humano una estatura acariciable: la infancia perdida, el descubrimiento del amor... Tomó, entre su repertorio, aquellas perlas pulidas por generaciones, pero cuidó que fueran sólo de ese capítulo emotivo que hace que la suya siga siendo tan pura y vital como la más tradicional trova cubana. Nada de coros de combatividad colectiva. Incluso viviendo en España, podía saber, y aquí estaba para demostrarlo como había venido dándolo a entender últimamente con sus declaraciones a la prensa, que el horno no está para panfleto de piquito. Podíamos disfrutar, por eso, tarareando sus letras, o la musicalización de un poema amoroso de Nicolás Guillén, sin sufrir a batallones de movilizados. Quedó en el ahorro esta vez el combustible que hasta hace poco solía gastarse por grandes cantidades en mítines, tribunas abiertas y otros pasatiempos ideológicos. También se ahorró o malogró mucha promoción e iniciativas oportunas, siendo un artista que durante los últimos veinte años no había ofrecido este tipo de eventos en su patria, donde pasara de un total protagonismo casi al anonimato. Incluso un semanario local, dos días antes, informaba día y lugar del concierto, pero no la hora. Los enterados, apartamos brevemente otras preocupaciones, así como él nos perdonaría dejando atrás aquel llamado apocalíptico a hundirnos en el mar antes que “traicionar la gloria que se ha vivido” (“Cuando te encontré”), para respirar felices por un instante sobre la superficie.

Qué dolor. Descubrí en primera fila a un amigo, era de los que miraban hacia atrás al acabarse cada canción, como con pena, a ver si la concurrencia había aumentado. Abrazaba a su esposa, juntos cantaban y aplaudían. Me pareció una imagen suficientemente buena para justificar el evento, porque hacía rato que ellos estaban no solo separados, sino ya medio divorciados, a fuerza de vivir agregados con sus dos hijos y sin la menor esperanza de casa propia, encima él con la invalidante de su honestidad que lo hace ajustarse a un mísero salario y una agravante: ya sabe que este año será sólo una gota dentro del mar de gente que quedará sin empleo. Pablo Milanés terminó poniéndonos a soñar con “la prefiero compartida / antes que vaciar mi vida” (“El breve espacio en que no estás”), apenas hizo acotaciones, lo imprescindible para presentar a sus músicos y agradecer al equipo de apoyo, una reverencia, y se fue. Todo no había durado mucho más que una hora. Mi noble amigo, cuando pudimos darnos la mano, me comentó que habían llegado más personas y, por último, no estaba tan solo. Se refería al trovador.

[Pablo Milanés, después de su concierto este 10 de enero en la ciudad de Ciego de Ávila, continúa su gira “Por Cuba”]





11 ene de 2011

Ojalá Cuba se lo merezca




Foto: Francis Sánchez

Atrapado por la muchedumbre, había pegado su espalda contra una pared del cine. Todos le gritaban exigiendo una respuesta atenta, como si él pudiera desenredar y tomar fácilmente alguna frase en aquel escándalo con que era comprimido.
Por la atmósfera enrarecida de la noche, más la agitación colectiva, y el miedo o el horror que había en sus ojos, parecía que se estaba repitiendo la escena en que los voluntarios obligan al niño Martí a decir “¡Viva España!” para no ser asesinado ante su madre.
Yo no sabía ahora con qué lo amenazaban.
Llegué hasta él y, sin mediar palabras, sólo le pasé la mano por la cabeza como si fuera más pequeño que yo.
Los demás, contrariados, me dieron la mirada que se dispensa a un extraño que entra equivocadamente en un set de filmación, antes de sonreír con aire de superioridad, volviendo al interrogatorio. Al parecer lo torturaban, lo asfixiaban con apreciaciones técnicas.
Tenía que decir que esta película, Martí, el ojo del canario —igual que antes Suite Habana y Madagascar—, era perfecta humanamente, genial, no menos que una salida del sol, sencillamente un canto de los amordazados por el dolor y la desesperanza. Que él, Fernando Pérez, el delgaducho y canoso director de cine, era sólo un niño muy especial detrás de sus espejuelos, y eso lo consideraba el secreto más relevante que se podía sacar del fondo de su obra.
Cuando ya se lo llevaban a la fuerza, quise gritar, para que no fuera a quedarse sin saber —aunque existía el peligro de que los demás oyeran—, que yo había recibido su mensaje y conservaría aquella carta comprometedora, el discurso sobre la libertad de expresión, y que le agradecía por pegar su oreja a la tierra para entender los sonidos de la naturaleza que son las palabras de los más pobres.
“Ojalá Cuba se lo merezca”, fue en realidad lo único que dije.


De mi Diario de sueños.
Anotador al amanecer de 11 de enero de 2011.

Fotograma del fime Martí, el ojo del canario (2010).
 Director: Fernando Pérez.


4 ene de 2011

Infierno grande ande o no ande (por la poesía de los ‘90)

Foto: Francis Sánchez.
 

[En esta parte de una entrevista inédita que no sé cuándo se publique, respondo a la pregunta «¿Ciego de Ávila: Amor o desamor?»]
 
He intentado inventarme amorosamente la provincia, aunque para ello tuve que darle forma primero a ese amor sin compromiso hasta que quedó más o menos justificado materialmente, sabes a qué me refiero: darme a hacer revistas, investigaciones, antologías, eventos, etc. De todos modos, araba en el mar. Yo sabía que al final la comarca donde me había quedado a vivir no me lo perdonaría, y así ha sido —por suerte, debo decir—. Realidad e irrealidad se confunden dramáticamente en la vida provinciana, amor y desamor dependen de saberlas distinguir y conectar. En una sociedad muy centralizada, toda imaginación comunicante cuelga siempre de pocos y extraños hilos, y esto se vive con más tensión en los niveles inferiores del orden social, como en las pequeñas demarcaciones políticas. La presión que, en torno a mis fantasías, ejerce el rincón que habito en Cuba, mi residencia en esta ausencia de agua rodeada de agua por todas partes, definitivamente resulta para mí un infierno cándido. A veces me lo explico como una liquidación y subasta generacional.

Por más que me pueda parecer baladí el replanteo definitorio a partir de etapas históricas, soy uno de aquellos jóvenes —atenúo aquí clasificaciones como poeta, escritor o intelectual— que irrumpieron a principios de los años ‘90, con la caída del muro de Berlín y el llamado «Periodo Especial». Comprender mi paso por esa inflexión histórica que dura hasta hoy, ese desmontaje de grandes creencias, me ayuda a explicar particularmente mi relación agónica con el medio. Salimos a la calle —asimismo algunos entramos a la poesía— a ganarnos la vida con uñas y dientes, esperando libertad y dándonosla. Iconoclastas, pisábamos los miedos de mucha gente sobre los que habíamos crecido. Defendíamos el derecho a no ser asalariados estatales y no aplicar por eso para la famosa y temida Ley de Peligrosidad. La mayoría habíamos dejado a mitad nuestros estudios, o cuando menos cualquier esperanza en la escala lógica de ascensión social, pues el sistema burocrático colapsaba. Éramos la mano de obra en empresas clandestinas y la bolsa negra, desconocíamos el pudor y la moral revolucionaria que llamaba a morirse primero de hambre que dejarse corromper por supuestos vicios capitalistas. Luego, hasta nos definíamos como poetas cuando pasaban preguntando por algún oficio que marcara la diferencia con un lumpen.

Echábamos a perder asambleas acusando a los burócratas de la presidencia, cuestionábamos, denunciábamos, jugábamos mal el clásico ajedrez oportunista porque comíamos piezas en todas direcciones, no teníamos gracia para caerle bien al jefe. Pedíamos, por supuesto, que la Asociación Hermanos Saíz se desgajara de otras organizaciones políticas y fuese independiente. No teníamos nada y aspirábamos todavía a mucho menos. Nos definía una raigal negación a ser domesticados. Tuvimos que rechazar por primera vez que alguien revisase y aprobase el poema que íbamos a decir en una actividad al día siguiente, mandamos a callar por primera vez al agente «secreto» que presidía siempre las sesiones del Taller Literario. Íbamos a la iglesia y tratábamos de sacar la virgen en procesión cuando lo uno estaba mal visto y lo otro prohibido. Nuestros poemas hablaban sin complejos de creencias religiosas, fantasías suicidas, otras preferencias sexuales o el sublime deseo de emigrar, o sea, desprendernos de tiránica placenta matando a la madre y quemando la ciudad. Citábamos y compartíamos vivencias de los exiliados, hacíamos comparaciones directas con las lecturas malditas y los hechos trágicos del estalinismo.

Nos tocó dejar sin uso, en el ensayo y la crítica, clasificaciones como «literatura revolucionaria» que habían sido hasta entonces lugares comunes y pruebas obligatorias para pasar de nivel. Impensable pasó a ser entre nosotros un reconocimiento grupal vergonzante como la introducción de la antología Usted es la culpable (1985) donde casi se pedía perdón por existir. Tras la toma del poder por el discurso coloquialista con el triunfo de la Revolución, ninguna generación había sido tan libre. A nuestro lado, muchos autores de la década inmediata anterior, los de la gran quiebra axiológica, en especial aquellos que aún no habían engrosado la diáspora, sufrían el estrago de la batahola ideológica: autocensura, delirios de persecución, graves remordimientos, cicatrices psicológicas como consecuencia del aprendizaje forzoso cuando aún el control de la actividad artística era una puesta en escena, una obra de choque asumida directamente por la policía que viste de paisano.

Las iglesias se desbordaban y cada misa dominical traía catárticamente una oración colectiva por los que se lanzaban en balsa al mar. Caminábamos el país oyendo de casa en casa alguna emisora prohibida o casetes de tantísimos músicos apuntados en la lista negra. Nadie bajaba la voz en las colas para hacerse eco de chistes y parodias anónimas de poemas y canciones. Había como una euforia paradójicamente coincidiendo con la conciencia de estar tocando fondo. Nuestra libertad psíquica era tan espontánea y vital que incluso nos sentíamos por encima de la realidad, apuntábamos al desasimiento y la independencia espiritual, pasando por alto el hecho de que las circunstancias macrosociales siguieran siendo las mismas que habían sufrido otras generaciones en los años duros y grises.

Quizás confiábamos que más tarde o más temprano la historia tendría que alcanzarnos y ponerse en sintonía con nuestro mundo interior y todo lo que allí ya estaba removido. ¿Qué pasó al cabo? Por supuesto, no cambiamos la vida. Sólo pasó nuestra juventud y hubo otra vuelta de tuerca que dieron —que la seguían dando— otros.

Apenas sé si distingo bien desde adentro de una vivencia tan apretada, mientras me falta la respiración, pero cuando miro alrededor noto que los de la generación de los ‘80 que no emigraron, por lo general han sabido adaptarse mejor, continuaron la herencia evolutiva de los coloquialistas, los de la Generación del 50, hábiles en llegarle alto al poder tocando su fibra íntima y popular. Igual que existe una generación "histórica" que derrocó la tiranía batistiana y tomó la batuta de por vida, existe esta generación poética que, dentro del ideario estético del proceso, adquirió desde temprano la misma equivalencia como supuestos impugnadores de la vieja sensibilidad burguesa y ha venido devengando los beneficios del poder a partir de ese prestigio extra, no por su capacidad de reciclaje y contaminación literaria, que ha sido grande a través de los años gracias a la naturaleza porosa y abierta de un discurso predominantemente colectivista, sino porque se distinguieron tomándose el "sacrificio" de ocupar las responsabilidades políticas, los cargos, las instituciones, como bien señala Virgilio López Lemus en su libro Palabras de trasfondo. Luego las desviaciones de los jóvenes que por fin en los 80 le contestaban a sus padres, reclamando espacio, quizás todavía sólo eran pecados de transición. Incluso muchos de aquellos acartonados poetas del discurso triunfal y oportunista, contra los que ellos luchaban, simplemente se adaptarían a nuevas coordenadas, ampliarían el registro, tamisarían la actualidad temática, se pondrían en sazón con gotas de pesimismo, metafísica o perplejidad, y al final terminarían pareciéndose demasiado a sus hijos zahirientes, compartiendo el mismo equilibrio de las instituciones élites, aupados aunque rebajados por la misma realidad sociológica.

Creo que la mayoría de los jóvenes de los ‘90 —bueno, por supuesto, quizás sólo hable por mí y unos cuantos que aprecio, hasta donde alcanza mi conocimiento— aún tenemos el estigma de los excesos de frustración y libertad a que nos lanzamos, porque fue real, descarnado. Lo poco que vivimos, creo que lo hicimos de espaldas al público que había seguido hasta aquí el espectáculo de las luchas intestinas por el discurso de la verdad de los hechos, por alzarse siempre alguien con el código mejor y más actualizado de los grandes cambios de la historia cubana (a esta renuncia alguien le ha llamado "aburrimiento"), cuando en el camino hemos visto que nunca esta historia fue tan nueva ni tan distinta por más sentimental o insoportable que se haya vuelto a veces. Nos tocó, y tocamos, una llama espiritual, energía que no separaba ninguna capa de la realidad hacia otro centro imantado. Y precisamente nada nos queda por hacer, en medio de esenciales condiciones de inadaptación, para disfrutar la buena vida, salvo una demostración de virtudes domésticas o menores, propias del domesticado. Lo cierto es que hay que tener resistencia para vivir en paz en un pueblo "grande" y un infierno "chiquito".