Fotos: Francis Sánchez. |
Y me fui por las tiendas en busca de una guataca.
Quizás me había dejado sugestionar repentinamente por la propaganda partidista de que la culpa pende siempre de la voluntad de las mayorías —ay cimarronzuelas que no se dejan gobernar bien—, mientras las ideas salvíficas caen indefectiblemente desde arriba, desde el selecto club de la neurona intransitiva. Quizás probaba a cargar remordimientos como que el estado de coma profundo por el que atraviesa la agricultura socialista sea sólo culpa de los que están más cerca de la tierra, los de abajo —diría el gran novelista Mariano Azuela— en esa pirámide social donde la burocracia manda. A lo mejor me daba latigazos mi conciencia, viviendo como vivía desde siempre en medio de una sabana muy feraz, por no haberle cedido al Estado mi parte en ese contrato social —no de trabajo, sino de simulación— que se resume con un dicharacho muy socorrido y popular en Cuba, síntoma de la era posclasista o la bancarrota eterna: «Uno hace como que trabaja y ellos hacen como que te pagan».
En definitiva yo nunca había empleado muchas horas de mi vida siquiera en esa relación salarial metafísica, comparable con la poesía por lo del “fermoso fingimiento” que señalara el conde de Salinas. Podía arrepentirme, de pronto, por no haber participado tampoco en muchas jornadas de trabajo voluntario bajo la preceptiva del Che Guevara, en busca del hombre nuevo tirando al piso todos los moldes, aquellos «domingos rojos» en que proletarios unidos disipaban el combustible fósil y marchaban desde la ciudad al campo, a sacarle cosecha a los matorrales usando el método alegre de los dioses Orfeo y Baco juntos: cantando, bailando y haciendo percusión con instrumentos agrícolas.
Lo cierto es que, una mañana, deseoso de ver qué tipo de medios de producción, específicamente azadas, el aparato gubernamental había puesto al alcance del pueblo para hacer más realista el nuevo acto de contrición a que llamaba a las masas, después de etiquetarlas como masas bobas, cuya manutención le costaba los dos ojos de la cara: enfermas de vagancia, indisciplina, improductividad y, en fin, ser como «pichones» con los picos siempre abiertos... me fui por las tiendas, a ver qué guataca teníamos a la vista del bolsillo para escarnio de nuestra ansia de ocio.
Caminé por la ciudad con la sospecha de que mi búsqueda sería en vano. Pero, por suerte, me había equivocado. En el último establecimiento de mi lista, una pequeña ferretería, hallé al fin el servicio de venta de guatacas a la población, o mejor, siendo exactos: la venta de una guataca. Allí esperaba, sola, arrinconada. Con los dígitos del precio fue suficiente para explicarme su estatus marginal entre la mercadería, por qué apenas se dejaba ver colgada en una esquina. ¡Valía 22.45 dólares! Sin duda aquel parecía más el número que identifica la foto de un asesino tras las rejas. Con razón mi guataca tenía la cabeza gacha.
Como es lógico, deduje que el ejemplar expuesto en la picota de los precios ridículos no reunía toda la responsabilidad, se trataría sólo de una muestra, representando la vergüenza de muchas más herramientas de su especie que esperarían ordenadamente dentro de cajas por el retorno de la fe colectiva en el trabajo agrícola. Pero aquel dependiente me sacó de mi error. No existían más en el almacén. Era la única, o sea, un arquetipo platónico y, al mismo tiempo, sus manifestaciones concretas: la Guataca. Quise hacerme el bobo averiguando, aparentemente contrariado, si la escasez se debía a la alta demanda, y el avispado dependiente me sacó de mi disfraz con una sonrisa pícara, diciéndome el precio, por si no lo había visto: «¡22.45 dólares!». Reímos juntos.
Nadie recordaba cuándo había llegado por allí, más bien estorbaba entre los demás productos, como un animal muerto que no se descomponía, nadie lo reclamaba pero tampoco la administración lo mandaba al otro mundo. Obviamente, ni hice amago de pagar por su rescate, pues me disuadía aquella cifra prohibitiva, equivalente a más de un salario promedio.
En lo adelante se me hizo inevitable visitarla cada vez que pasaba cerca, a ver cómo le iba. Un día pregunté si su precio era un karma exclusivo o las que vinieran después valdrían igual. Claro, aún ningún empleado de aquel establecimiento podía saberlo, primero había que empezar por salir de ella. Una tarde me encontré que le habían rebajado la condena, de 22.45, a 14.20 dólares. Tuve la ligera impresión de que mi curiosidad terminaba actuando sobre su destino.
Han pasado los días y las semanas, allí sigue colgada la Guataca. Alguna que otra vez me arrimo al mostrador para mirarla de arriba abajo.
Las imágenes documentales de la gran Reforma Agraria muestran los rostros felices de aquellos agricultores casi sin dientes, casi sin habla, que alzaban por primera vez, gracias a la Revolución (1959), un título de propiedad de la tierra que trabajaban. Sin embargo, en esas estampas campesinas de multitudes que vibraban con el recuerdo de Robin Hood, suele faltar una figura igual de campechana. Si el camarógrafo épico pudiera repetir un retrato del mismo grupo, a través de los años, registrando sus cambios morfológicos, le veríamos salir del anonimato y opacar cada vez más a los pobres que desaparecen aparentemente detrás de su abrazo, engordando y al mismo tiempo afinando sus modales, mientras se atavía con la alta tecnología propia de la burocracia, incluyendo demagogia. Es la figura más favorecida con el gran reparto, pues desde entonces crecería indefinidamente a costa de sus ventajas como persona jurídica: el Estado. Ya el Comandante en Jefe lo dijo entonces: «Si nos cuestionan ¿Cuáles son los límites de las tierras del Estado?, les responderemos: se extienden desde la Punta de Maisí al Cabo de San Antonio, y abarcan las tierras comprendidas entre la costa norte y la costa sur de nuestra isla.»
Al fin y al cabo uno tiene que preguntarse: ¿no habrá algo funcionando de manera retorcida bajo la mismísima tierra? ¿Será una maldición que la utopía de volver al ideal de la comunidad primitiva, en cuanto a hacer que la producción excedente llueva parejo sobre todos, no prende, apenas retoña en esta isla coralina? En un país donde la necesidad de progreso siempre estimuló el cultivo justo de la noble corteza, después que quedara consumado el apoderamiento del mapa por parte de la suprema voluntad de hacer valer el bien común, supuestamente, sobre todo interés individual, incrementados los índices de alfabetización, niveles de instrucción e higiene, resulta que por todas partes ese mismo control social emerge a la superficie en la forma de una ruina crónica.
Al mismo tiempo que se ralentizaba y frustraba el acceso de las personas naturales, o sea, de carne y hueso, al dominio sobre los medios de producción —como ese, tan individual y difícil de colectivizar: una azada real, manuable, verdaderamente servible—, y a sus beneficios directos, el Estado omnipresente canalizaba el máximo interés de sus instituciones en estimular, premiar, socializar otro tipo de «guatacas». Encontramos en un diccionario muy ilustrativo, El habla popular cubana de hoy, que «Guataca» es adjetivo y sustantivo común con un significado: «adulador», y muchos sinónimos: «besaculo, cachanchán, chicharrón, guatacón, gurrupié, halaleva, hueleculo, tracatán».1 Son los «múltiples servidores intelectuales» que componen «el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes»,2 armas de placer para la autocracia, con efecto mucho más ilusorio e inmasticable, parasitarias, esterilizantes a la larga.
Estas otras «herramientas», propias del sector mejor «leído y escribido», sí se regalan por montones en cada encrucijada de una sociedad cuyos caminos conducen todos a la propiedad estatal y, a través suyo, al centralismo burocrático. Vienen a satisfacer sólo la alta demanda de brillo de la superestructura social, mientras la base económica puede seguir siendo el erial no prometido.
1 Argelio Santiesteban: El habla popular cubana de hoy, Ed. de Ciencias Sociales, La Habana, 1985, p. 243.
2 Ángel Rama: La ciudad letrada, Ed. Arca, Montevideo, 1998, p. 32.
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