23 feb de 2011

Violencias domésticas


Foto:Francis Sánchez
Un día descubrí que mi esposa me acusaba de intento de asesinato. Se basaba en un poema hallado entre mis garabatos inéditos, donde yo manejaba el ensueño de la muerte justa que podría sobrevenir a un disparo liberador. Adelantándose al trágico acontecimiento, con el derecho que asiste a toda víctima potencial, publicó en la revista La Gaceta de Cuba —pues había obtenido una mención del premio “Julián del Casal” de la UNEAC—un poema inquietante: “después de la lectura de pedaleo de francis”. Su primer verso, en defensa propia, no puede ser más diáfano y contundente: “he descubierto que en un verso mi esposo me mata”.

Su escritura llegaba así, en letras minúsculas, propio de un alma aplastada, incluso antes de que yo lograse consumar en cualquier letra de imprenta mi poema causante del problema: “pedaleo”, que sólo tiempo después aparecería en mi libro Caja negra (Ed. Unión, La Habana, 2006). No hay que ser muy perspicaz para comprender que su denuncia femenina causaría cierto impacto, lo que vino a sumarse al revuelo ya levantado entre la crítica por la desgarradura de su signo expresivo —¿un rasgo generacional, incluso “genenacional”, compartido con este virtual victimario?— o, quizás, porque quedaba al descubierto el venero más oculto y lastimado de que estuviera manando su angustia.

Por estos días ella viaja a La Habana, a la Feria del Libro, allá está ahora mismo —lo que evidentemente aprovecho— presentando su último poemario: escribir la noche (Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010), donde incluye el poema acusatorio. Como se ve, para el título del libro insiste en sacarse del horno unas letras que apenas crecen al contacto con el aire, por donde parece que alguien pasó un rodillo. No me voy a defender. Jamás pondría en duda que la masa de nuestro amor rezuma todos los dolores y traumas que ligan sinceramente las palabras. Somos carne de la misma carne. Matar y matarse, bordes de un mismo sueño. Siempre una tercera sombra camina detrás de nosotros.

A mi texto le faltaban también —primero que al suyo— las letras altas, mientras mi ansia de un “disparo imposible” apuntaba a abrir, finalmente, la puerta del suicida, un túnel “detrás de mi cabeza”. A veces lo que más nos junta son precisamente los miedos abusivos que intentan destruir y esparcir el lugar de una mirada humana sobre la tierra. Mi aborrecimiento por las circunstancias vividas ha tenido la forma hiperbólica de una muerte propia, un rompimiento tan entrañable como conmigo mismo, y el terror a esos tanques lanzados a la calle en una lejana China, pues desde siempre veníamos sintiéndolos avanzar. Definitivamente el velo de nuestra inocencia siempre estuvo rajado.

Véase que para ella, en sus versos, la bestialidad asesina entra y pasa sobre nosotros casi sin avisar, con el cerco cotidiano, “el tedio de la provincia, esa represión incolora e inodora, que también nos ha juntado más, como a huesos rotos. A continuación me limito a publicar, por primera vez, ambos poemas unidos, en el orden en que fueran escritos. Me entrego con plena conciencia de mi inutilidad como individuo, pero al mismo tiempo con esa temeridad de la especie que roza su perfección en el estremecimiento del amor —por la justicia, por la libertad, y por ella, Amada—, lo mismo que pudo sentir aquel hombre que detuvo brevemente un desfile de tanques que avanzaban —¿se supo su nombre, alguien lo recordará?— sobre la plaza Tihanamen.

(Ciego de Ávila, Cuba, 16 de febrero de 2011.)




pedaleo



pedaleo calle arriba con cierto orgullo
después de estibar gritos mohosos de mi mujer
y extraerle filo momentáneamente
a la idea de pagarme un disparo.
si estoy libre será porque he salido a sustituir aire, creo,
y odiarla, medir desde lejos
la ciudad que se pudre y descompone.
a través del hueco que deja la idea de una bala
pueden verse las burlas más pequeñas.
entre Napoleón y yo, por ejemplo, sólo caben circunstancias.

mi infancia envuelta en un pabellón de perfumes
le está vendiendo el cuerpo a soldados heridos de muerte.
pero esta placidez con que brota un castigo
por el surco que va dejando el sueño, no es menos sempiterna
que el corsé de la virgen o la joroba de Miguel Ángel
dormido en el andamio.

puede pasar —oyendo a este espejo tullido:
algún día me juzgan por mis actos.
no seré un expatriado. no estaré boca arriba
sobre el cemento como un pájaro con los oídos rotos.

aunque nunca dé fruto
aún mi destino ha de cumplirse fatal como una flor.

¿qué breve diferencia hay entre mis dos piernas
sin rumbo que amargan el vacío de la ciudad
y las de aquel chino
—pataleó en la horca—
cuando detenía avalancha de blindados
en la plaza Tihanamen
momentánea, simbólicamente?

coordino movimientos, me ahogo cielo abajo
y vigilo la mirada lívida de Dios,
la carroza de fuego o sus dos grandes ventanas vacías
por el túnel que va dejando
—soplo, a veces hundo los dedos, etc.—
este disparo imposible detrás de mi cabeza.

(Francis Sánchez, en Caja negra, Ed. Unión, La Habana, 2006.)




después de la lectura de pedaleo de francis



he descubierto que en un verso mi esposo me mata
y en otro evita matarme pedaleando sin rumbo la ciudad
mohosa hasta los cimientos.  el aire —dice— me salvó del  disparo,
lo salvó también a él de la misma bala rebotando en su nuca.
no sabe que yo leo sus poemas con orgullo
y no es porque el mismo verso donde se exorciza
logre acallar, extraerle filo momentáneamente a la idea
de matarme y matarse, sino porque me hace visualizar
con un sonido mínimo, verdades que me alivian.
balbucea:  “entre los hombres más grandes
y los más pequeños sólo caben circunstancias”.
sabe que vamos conquistando el olvido
y eso tendrá una inmensa ventaja: en esta vida
nadie nos juzgará por nuestros actos.

puedo sobrevivir a su odio momentáneo, incierto,
mientras oculto al olfato de mis espigas
la herida del disparo que no me regaló,
que fluye, indetenible.
puedo sobrevivir al hecho de que napoleón, miguel ángel,
los héroes sin nombre lo sostengan en el andamio
de la cotidianidad y no aparezca yo, sobre otro andamio
aún más endeble, brindando yacimientos como cuerdas.

puedo sobrevivir al dolor de que solo cargue en sus espaldas
los sacos herrumbrosos de mis gritos
y no mi cuerpo intacto como una bandera blanca
sobre su cuerpo en llamas.
y no mis manos deteniendo la avalancha de tanques
con que nos amenaza el tedio de la provincia,
el polvo de sus muros corrompiéndose
bajo la inclemencia del prójimo,
del hambre y de la desnudez de la provincia
y sus trenes amargos, siempre a destiempo.
y no mis hijos blondos,
hijos naciendo desde mí, desde antes de mí,
otorgándonos la verdadera inútil trascendencia.

no puedo sobrevivir al mazo del olvido,
a la ausencia de la cierva blanca contra el horizonte,
meandros  soñados bajo la misma pureza.
no se puede sobrevivir a los signos que abandonan una primavera
con miedo adolescente.
cuánto puede pesar un parque roto en la memoria,
los juramentos derramándose
junto al azafranado olor del flamboyán.
el roce de tus manos en mi asombro,
en la redondez de la angustia.
hay que sufrir mucho para volver a aquel perfume
y encontrarlo intacto en la memoria.

he descubierto que mi esposo me mata en uno de sus versos
o que pedalea la ciudad para no recibir en su nuca
el rebote del disparo que no me dio,
mi esposo que intenta un día de estos
sentarse a su lado, por fin solo, y conversar,
aun así, cuando leo en sus venas,
los túneles me descubren otros mundos vedados.

(Ileana Álvarez, en escribir la noche, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010.)

2 comentarios:

  1. Por favor no justifiques más tus instintos asesinos, pobre de tu mujer si fuera ella me cuidaría la espalda, si no de un arma blanca, sí de la envidia que le profesas.

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  2. Bueno, ok, la envidio, la idolatro, la espío, la persigo tanto que no la dejaré escapar nunca, suerte que tenemos algunos, algo tenía que tener de bueno vivir bajo el peso de estos días.

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