Foto: Francis Sánchez.
[En esta parte de una entrevista inédita que no sé cuándo se publique, respondo a la pregunta «¿Ciego de Ávila: Amor o desamor?»]
He intentado inventarme amorosamente la provincia, aunque para ello tuve que darle forma primero a ese amor sin compromiso hasta que quedó más o menos justificado materialmente, sabes a qué me refiero: darme a hacer revistas, investigaciones, antologías, eventos, etc. De todos modos, araba en el mar. Yo sabía que al final la comarca donde me había quedado a vivir no me lo perdonaría, y así ha sido —por suerte, debo decir—. Realidad e irrealidad se confunden dramáticamente en la vida provinciana, amor y desamor dependen de saberlas distinguir y conectar. En una sociedad muy centralizada, toda imaginación comunicante cuelga siempre de pocos y extraños hilos, y esto se vive con más tensión en los niveles inferiores del orden social, como en las pequeñas demarcaciones políticas. La presión que, en torno a mis fantasías, ejerce el rincón que habito en Cuba, mi residencia en esta ausencia de agua rodeada de agua por todas partes, definitivamente resulta para mí un infierno cándido. A veces me lo explico como una liquidación y subasta generacional.
Por más que me pueda parecer baladí el replanteo definitorio a partir de etapas históricas, soy uno de aquellos jóvenes —atenúo aquí clasificaciones como poeta, escritor o intelectual— que irrumpieron a principios de los años ‘90, con la caída del muro de Berlín y el llamado «Periodo Especial». Comprender mi paso por esa inflexión histórica que dura hasta hoy, ese desmontaje de grandes creencias, me ayuda a explicar particularmente mi relación agónica con el medio. Salimos a la calle —asimismo algunos entramos a la poesía— a ganarnos la vida con uñas y dientes, esperando libertad y dándonosla. Iconoclastas, pisábamos los miedos de mucha gente sobre los que habíamos crecido. Defendíamos el derecho a no ser asalariados estatales y no aplicar por eso para la famosa y temida Ley de Peligrosidad. La mayoría habíamos dejado a mitad nuestros estudios, o cuando menos cualquier esperanza en la escala lógica de ascensión social, pues el sistema burocrático colapsaba. Éramos la mano de obra en empresas clandestinas y la bolsa negra, desconocíamos el pudor y la moral revolucionaria que llamaba a morirse primero de hambre que dejarse corromper por supuestos vicios capitalistas. Luego, hasta nos definíamos como poetas cuando pasaban preguntando por algún oficio que marcara la diferencia con un lumpen.
Echábamos a perder asambleas acusando a los burócratas de la presidencia, cuestionábamos, denunciábamos, jugábamos mal el clásico ajedrez oportunista porque comíamos piezas en todas direcciones, no teníamos gracia para caerle bien al jefe. Pedíamos, por supuesto, que la Asociación Hermanos Saíz se desgajara de otras organizaciones políticas y fuese independiente. No teníamos nada y aspirábamos todavía a mucho menos. Nos definía una raigal negación a ser domesticados. Tuvimos que rechazar por primera vez que alguien revisase y aprobase el poema que íbamos a decir en una actividad al día siguiente, mandamos a callar por primera vez al agente «secreto» que presidía siempre las sesiones del Taller Literario. Íbamos a la iglesia y tratábamos de sacar la virgen en procesión cuando lo uno estaba mal visto y lo otro prohibido. Nuestros poemas hablaban sin complejos de creencias religiosas, fantasías suicidas, otras preferencias sexuales o el sublime deseo de emigrar, o sea, desprendernos de tiránica placenta matando a la madre y quemando la ciudad. Citábamos y compartíamos vivencias de los exiliados, hacíamos comparaciones directas con las lecturas malditas y los hechos trágicos del estalinismo.
Nos tocó dejar sin uso, en el ensayo y la crítica, clasificaciones como «literatura revolucionaria» que habían sido hasta entonces lugares comunes y pruebas obligatorias para pasar de nivel. Impensable pasó a ser entre nosotros un reconocimiento grupal vergonzante como la introducción de la antología Usted es la culpable (1985) donde casi se pedía perdón por existir. Tras la toma del poder por el discurso coloquialista con el triunfo de la Revolución, ninguna generación había sido tan libre. A nuestro lado, muchos autores de la década inmediata anterior, los de la gran quiebra axiológica, en especial aquellos que aún no habían engrosado la diáspora, sufrían el estrago de la batahola ideológica: autocensura, delirios de persecución, graves remordimientos, cicatrices psicológicas como consecuencia del aprendizaje forzoso cuando aún el control de la actividad artística era una puesta en escena, una obra de choque asumida directamente por la policía que viste de paisano.
Las iglesias se desbordaban y cada misa dominical traía catárticamente una oración colectiva por los que se lanzaban en balsa al mar. Caminábamos el país oyendo de casa en casa alguna emisora prohibida o casetes de tantísimos músicos apuntados en la lista negra. Nadie bajaba la voz en las colas para hacerse eco de chistes y parodias anónimas de poemas y canciones. Había como una euforia paradójicamente coincidiendo con la conciencia de estar tocando fondo. Nuestra libertad psíquica era tan espontánea y vital que incluso nos sentíamos por encima de la realidad, apuntábamos al desasimiento y la independencia espiritual, pasando por alto el hecho de que las circunstancias macrosociales siguieran siendo las mismas que habían sufrido otras generaciones en los años duros y grises.
Quizás confiábamos que más tarde o más temprano la historia tendría que alcanzarnos y ponerse en sintonía con nuestro mundo interior y todo lo que allí ya estaba removido. ¿Qué pasó al cabo? Por supuesto, no cambiamos la vida. Sólo pasó nuestra juventud y hubo otra vuelta de tuerca que dieron —que la seguían dando— otros.
Apenas sé si distingo bien desde adentro de una vivencia tan apretada, mientras me falta la respiración, pero cuando miro alrededor noto que los de la generación de los ‘80 que no emigraron, por lo general han sabido adaptarse mejor, continuaron la herencia evolutiva de los coloquialistas, los de la Generación del 50, hábiles en llegarle alto al poder tocando su fibra íntima y popular. Igual que existe una generación "histórica" que derrocó la tiranía batistiana y tomó la batuta de por vida, existe esta generación poética que, dentro del ideario estético del proceso, adquirió desde temprano la misma equivalencia como supuestos impugnadores de la vieja sensibilidad burguesa y ha venido devengando los beneficios del poder a partir de ese prestigio extra, no por su capacidad de reciclaje y contaminación literaria, que ha sido grande a través de los años gracias a la naturaleza porosa y abierta de un discurso predominantemente colectivista, sino porque se distinguieron tomándose el "sacrificio" de ocupar las responsabilidades políticas, los cargos, las instituciones, como bien señala Virgilio López Lemus en su libro Palabras de trasfondo. Luego las desviaciones de los jóvenes que por fin en los 80 le contestaban a sus padres, reclamando espacio, quizás todavía sólo eran pecados de transición. Incluso muchos de aquellos acartonados poetas del discurso triunfal y oportunista, contra los que ellos luchaban, simplemente se adaptarían a nuevas coordenadas, ampliarían el registro, tamisarían la actualidad temática, se pondrían en sazón con gotas de pesimismo, metafísica o perplejidad, y al final terminarían pareciéndose demasiado a sus hijos zahirientes, compartiendo el mismo equilibrio de las instituciones élites, aupados aunque rebajados por la misma realidad sociológica.
Creo que la mayoría de los jóvenes de los ‘90 —bueno, por supuesto, quizás sólo hable por mí y unos cuantos que aprecio, hasta donde alcanza mi conocimiento— aún tenemos el estigma de los excesos de frustración y libertad a que nos lanzamos, porque fue real, descarnado. Lo poco que vivimos, creo que lo hicimos de espaldas al público que había seguido hasta aquí el espectáculo de las luchas intestinas por el discurso de la verdad de los hechos, por alzarse siempre alguien con el código mejor y más actualizado de los grandes cambios de la historia cubana (a esta renuncia alguien le ha llamado "aburrimiento"), cuando en el camino hemos visto que nunca esta historia fue tan nueva ni tan distinta por más sentimental o insoportable que se haya vuelto a veces. Nos tocó, y tocamos, una llama espiritual, energía que no separaba ninguna capa de la realidad hacia otro centro imantado. Y precisamente nada nos queda por hacer, en medio de esenciales condiciones de inadaptación, para disfrutar la buena vida, salvo una demostración de virtudes domésticas o menores, propias del domesticado. Lo cierto es que hay que tener resistencia para vivir en paz en un pueblo "grande" y un infierno "chiquito".
Querido amigo, poeta, hermano Francis:
ResponderBorrarFatal espejo tus palabras, para quienes venimos demorando una digestión agria de verdades, mentiras, falsificaciones y falsos o no testimonios y pastiche de fábulas y mitos a la vez salpicados de perduraciones y vergüenzas.
Poco aportaría a este buceo casi tenebroso declarar que venimos del año 35 y fuimos testigos de todas las promesas y tantas mentiras, desde aquella ilusión de que la del 14 habría de ser “la última guerra”... y la española... y la más última que la primera... y Corea... y Moncada, Sierra Maestra... Cochinos y la quemazón de cañaverales... la trata y remake de Caimanera... Vietnam... los seis días... los cien años...
La percepción de que seguimos empotrados, atornillados, premiocastigados en el estómago del muro... Jerusalem o Berlín y todas las torres y todos los ladrillos y hasta los espejos que fingen erigirnos en multitud.
Somos apenas la soledad de uno que clama en el desierto, amigo mío.
A solo un paso de abjurar deletreando con pavura que el hombre nace, vive y muere solo.
Pero el estar aún vivos nos compromete... a pesar de...
Un enorme abrazo.
Gregorio