31 mar de 2011

Cerrado por demolición

Foto: Francis Sánchez.

[He decidido publicar, antes de que este blog quede clausurado, algunos textos que no hice públicos en su momento justo, o porque me fue imposible en la práctica hacerlo, de acuerdo con dificultades obvias, o porque, mientras pasaban los días, tuve dudas de si sería lo más conveniente. A tenor con los últimos acontecimientos, creo que lo más oportuno es no dejarlos pendientes de publicación. Son los siguientes textos: el artículo “Guatacas”, el poema “La palabra Abedul” y los documentos “Carta abierta a un amigo” y “Aclaración al lector”. El último trabajo que debe de publicarse en este blog, es “Cerrado por demolición”, que aparecerá dividido en tres partes o entregas: “La cosa en la red”, “Puntos negros” y “Nosotros y las nubes”]
 
I. La «cosa» en la red
 
Cuando abrí esta bitácora, hace apenas unos cinco meses, conté la anécdota de una noche llena de pesadillas, la vez que mi esposa casi colapsa y estuve a su lado para sobrevivir juntos a la impotencia, a la frustración, por motivos que se explican en el post «Despidos masivos. ¿Disolver al pueblo?» Ahora queda clausurada o clavada en el aire esta bitácora o blog, «Hombre en las nubes», con este artículo que, bajo el título de «Cerrado por demolición», pienso publicar en tres partes o entregas, también después de que he vivido otra noche de horror. La televisión cubana acaba de estrenar, en el horario estelar de las ocho y media de la noche, un nuevo capítulo de la serie «Las razones de Cuba», con el título «La ciberguerra».1

Yo que me había hecho la promesa de tratar de nunca herir, ni mucho menos atacar a otras personas en mis escritos, junto con la de no defenderme de ese tipo de golpes bajos cuando me convirtiera en un blanco por mis puntos de vista —estimular el forcejeo personal o chancleteo, supuestamente entre intelectuales, es una empresa de desguace y empobrecimiento ético en que los principales accionistas del inmovilismo y la censura suelen invertir sus amplios recursos, apostando al vacío, a la desesperanza y el asco generalizado—, al parecer no tengo otro remedio que contrariar la segunda parte de mis propósitos, y defenderme. Lo haré porque en esencia ni siquiera se tratará de una autodefensa, derroche que es imposible encausar con propiedad en medio de una desproporción tan excesiva y hasta abstracta como la que mi atacante se reserva respecto a mí. Parece que la hora es grave, y solo quiero, mientras pueda, denunciar la injusticia y fijar por escrito mis ideas y mi posición.

El aparato sin rostro de la policía política me acusa, entre los pocos «blogueros independientes» que existen en Cuba, de estar pagado por el gobierno de los Estados Unidos. «Cibermercenarios en Cuba» escribió una mano invisible en el buscador de Google y, para espanto en mi hogar, no sé qué tenebroso motor de búsqueda pudo arrojar como resultado de la edición de este programa televisivo que pasasen una página de mi blog por la pequeña pantalla. Enrique Ubieta, quien suele dar la cara muchas veces en defensa de la poderosa Raison d'Etat, autor de algún que otro libro por encargo y director del periódico La calle del medio, en otro momento dice a la cámara que se trata de buscavidas que tantean una salida a la crisis económica muy campechanamente, como quien monta una venta de fritangas, interviniendo en internet a cambio del dinero que paga Washington. Resulta insoportablemente falaz que aquí se ilustre con una sola página de mi blog, ni aunque sea durante una fracción de un segundo, pero sucede, es lo que he visto, y el mayor horror viene ligado a la profunda impotencia. No hace falta que diga que jamás he puesto un pie en la Oficina de Intereses de EUA en La Habana, ni he ganado ni aspirado a ganar un centavo por escribir o apuntar mis ideas en una bitácora personal. Bitácora a la que llegué un día buscando mi propio respiradero como intelectual en medio de la marginación. Marginación cuyas tasas habían subido mucho después que, a principios del año 2007, hice público el texto «La crisis de la baja cultura», cargado con una fuerte dosis de crítica social, en medio de aquellos sucesos que se han dado en llamar por algunos como «la crisis de los emails».

Escribir, crear y reflexionar defendiendo la hipótesis de una plena libertad interior, es algo que desde niño se me ha dado como respirar. Pero ni tiene sentido que me ocupe en correr más rápido que las mentiras, siendo verdad mayor un conocimiento común, atroz y popularmente incorporado a la conducta de sobrevivencia cotidiana frente al despotismo y al Síndrome del Misterio en Cuba: la clave no es prever el problema que te puedas buscar, sino el que quieran crearte. Yo, como cualquier individuo, carezco de movilidad legal dentro de un sistema monocorde, lo más que debo aspirar es a que me perdonen la vida por pudor a sacar la basura ante algún tercero. La estructura, el verdadero aparato del poder, trabaja en la sombra. Convicciones y actividades en que se escude cualquier individuo que ofrezca algún grado de rechazo al sistema, conformarán sólo un juego de cristalitos de una lupa, un microscopio o una mirilla telescópica, según cada evolución clínica.


Unos meses antes se había filtrado —circuló de una memoria flash en otra— el video de una conferencia que impartiera ante sus colegas un especialista del Ministerio del Interior, titulada: «Campañas enemigas y política de enfrentamiento a los grupúsculos contrarrevolucionarios», donde se abordaba el tema de las nuevas tecnologías. Sobre el punto de la blogosfera, hizo la siguiente acotación:

«Nos quieren crear en nuestras mentes el concepto de que el bloguero es una categoría de enemigo de la Revolución. Si nosotros entramos a fajarnos ahora con los blogueros, ahí sí nos vamos a ganar un enemigo.»

Sin duda el conferencista aludía al proceso de criminalización que, antes de la Internet y los blogs, a través del tiempo ya se había hecho contra otras tecnologías que empoderaban a las personas: videocámaras, videocaseteras, computadoras, impresoras y teléfonos móviles, por poner sólo algunos ejemplos, además de conceptos como sociedad civil y ramas de la ciencia como la sociología. Lo que me hace recordar que, cuando en 1998 tuve por primera vez una computadora con una impresora conectada, en una asamblea de cultura se registró el planteamiento de denuncia de aquel «peligro» que había en mi casa, hecho por el director de la biblioteca provincial. La estrategia operativa, sin embargo, aparentemente iba a sufrir un vuelco radical, pasando, de la supuesta precaución de una conferencia en privado, a la ofensiva en público con el establecimiento de un nuevo código de repulsa que, siguiendo el manual de guerra, reduce una realidad social conflictiva a un epíteto, a un término descalificador para el que no se pide raciocinio, sino eco, euforia, repudio incondicional: «cibermercenario» es la nueva palabra que se sobrescribe sobre tantas otras que históricamente han sido puestas en boca de las masas.

Al día siguiente del estreno del mencionado programa televisivo, el periódico Granma, órgano oficial del PCC (Partido Comunista de Cuba), publicaría una acusación aún más englobadora y horrísona, que aparentemente me dejaba ante las turbas etiquetado no sólo como un soldado venal más, sino con todos los colores de la típica bestia, cuya temporada de caza nunca amaina en espacios públicos: proyanqui, traidor, terrorista, o sea, un monstruo, listo para linchar, embalar y enviar al infierno. En un pueblo provinciano como la ciudad de Ciego de Ávila, donde vivo, acceder al infierno se consigue superando distancias muy cortas. Ya estos trámites de demonización habían comenzado desde mucho antes con un acoso que progresivamente dejó de ser velado. Hoy es el espionaje, la vigilancia y persecución que sufro todo el tiempo. Hubo hasta una reunión convocada por el Primer Secretario del Partido Provincial en que se exhortó a intelectuales y periodistas a salirme al paso. Un buen día alguien me roba, me saca de mi cartera el teléfono móvil. Otro día alguien viene a avisar que me han estado grabando y filmando. De la noche a la mañana se suspende una actividad literaria que algún desprevenido promotor tuvo a bien organizar conmigo y mi familia. De pronto, la televisión, en el aludido programa del día 21 de marzo, pone un precio moral a mi foto. Y por último, como colofón, el Granma trae acusaciones múltiples, y al mismo tiempo tan exageradas, que me permiten desmentirlas en bloque. Por suerte la actividad intelectual de un escritor y la reflexión social que se hace en un blog tienen por objeto salir a flote, abrirse al escrutinio, dejando pasar la luz que tanto le molesta a quienes viven de la sombra y la especulación. Así que en vez de decir «mentira» mil veces, puedo limitarme a preguntar en qué parte de mis textos he abogado por algo de lo que aquí se imputa:

«Estos blogueros [...] han exhortado al levantamiento en Cuba, han alentado a la violencia, apoyan la Ley de Ajuste Cubano, justifican el bloqueo, niegan que el sector más reaccionario de Miami sea enemigo del pueblo cubano, dicen que el caso del terrorista Luis Posada Carriles es una cortina de humo y hasta llegan a expresar abiertamente [sic] el cambio de sistema político [...]»2

El último reproche resulta demasiado confuso, evidentemente falló la redacción, pero vale dudar si, por enderezar ese texto, el «órgano oficial del partido» estaría dispuesto a prescindir de la dialéctica marxista que ha justificado teóricamente al sistema político cubano y que reconoce en las relaciones sociales un proceso no lineal, un objeto de transformación permanente. ¿Sería de inhumanos vivir con la máxima universal, tan romántica y absoluta, de «cambiar todo [¡todo!] lo que deba ser cambiado?» O, en cambio, ¿lo monstruoso no es que alguien pueda decidir qué es todo por todos? Idéntica paradoja fue presentada a los intelectuales en junio de 1961, en una reunión en la Biblioteca Nacional, bajo la fórmula de «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada» (este año se conmemora el cincuenta aniversario), para que estos se entretuvieran largo tiempo chupando esa piedra. La vida iba a demostrar que no le tocaba a nadie hallarle salida a la retórica del poder, a nadie aparte del mismo sujeto preceptor, y menos a intelectuales con el «pecado original» de no ser proletarios o revolucionarios, y, entretanto, podrían darse tantas exclusiones como infinitos fueran el cosmos y la concentración de poderes políticos. Bueno, por algo no se conocen unas «palabras de los intelectuales», aunque el «tengo miedo», dicho aquel día por Virgilio Piñera, aún resulta harto explícito.

Proclamo responsablemente lo que creo que mejor emana de forma natural en mi obra: jamás comulgaría con el odio ni el derramamiento de una gota de sangre, desapruebo el bloqueo contra Cuba, y rechazo cualquier tipo de terrorismo, fundamentalmente el terrorismo de estado. Expresarme contra todos los terrorismos me lleva a estar, por ejemplo, contra ese que promueve revoluciones haciendo estallar bombas en cines y parques, contra ese que pretende desestabilizar gobiernos poniendo bombas en hoteles, contra ese que organiza escuadrones paramilitares y la desaparición de personas, contra ese que convierte una sociedad en una telaraña artificial y política capaz de funcionar milimétricamente para producir la expatriación o la muerte social de todo aquel que no convenga, contra ese que invade países y cañonea ciudades, contra ese que manda a las turbas a sitiar a un hombre en su casa con su familia sólo porque piensa diferente... A propósito, sobre el rechazo a la violencia puede verse una sección de mi poemario Epitafios de nadie (Ed. Oriente, 2009), allí el poema «Medallista de plata» sobre el sabotaje a aquel avión cubano en Barbados: «[...] ¿En qué isla, en qué rostro al azar / pidió el asesino pronto pronto un pasaje? / Quedó olvidado aquí adentro su equipaje. / Nunca vuelvas a abrirlo. El oro es para el mar.» En el mismo libro no aparecen, por cierto, porque fueron censurados —a lo que entonces me resignaba—, otros dos poemas que tratan sobre sendas tragedias de la historia contemporánea cubana: el hundimiento del remolcador Trece de marzo y los sucesos de agosto de 1994 que algunos llaman El Maleconazo.

Traidores o quintacolumnistas han sido catalogados, y también en bloque, de acuerdo con alguna estrategia de endurecimiento doctrinal, muchos sectores y grupos sociales, a veces de modo tan simple como «el que no salte es yanqui». Lo fueron aquellos jóvenes que tenían que esconderse para oír a los Beatles, los católicos, los testigos de Jehová, los homoxesuales, los poetas intimistas, los ecologistas, los artistas del artecalle en los años ochenta, los cantantes de hip hop, y un largo etcétera, cada uno en su momento. «Escorias», «vendepatrias», «gusanos» y aparentemente dignos de repudio, pedradas y patadas hemos sido una y otra vez los miembros de la familia cubana, indistintamente, recibiendo y pasándonos, en vez de un batón, la mota negra. Asimismo, con tal de coartar esa pluralidad que entrañan las diferencias ideológicas y la crítica social, se ha pretextado con frecuencia una siniestra traición por parte de las personas que adoptan un campo de acción intelectual minado internamente, porque estuvieran fabricando supuestamente un escenario para una invasión enemiga. Un retablo de una inquisición muy notoria fue el montado contra los autores de los libros Fuera de juego y Los siete contra Tebas, premios de la UNEAC 1968, de poesía y teatro respectivamente. La «Declaración de la UNEAC», firmada el 15 de noviembre de 1968, y endilgada cual prólogo al poemario de Heberto Padilla, puso en evidencia un mecanismo que se mantendría activo en esencia, aparato de hipertrofia que marca a las personas y las obras para su circulación con un sentido extemporáneo.

«Ahora bien: ¿a quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios? Evidentemente, no. Nuestra convicción revolucionaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba.»

Manuel Díaz Martínez, integrante del jurado de poesía, cuenta que, después de muchos tejemanejes para evitar que se diera el premio ateniéndose estrictamente a la calidad literaria, la dirección ejecutiva de la UNEAC convocó a los distintos Jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido con los libros en cuestión, y allí, entonces, Félix Pita Rodríguez en su papel de fiscal echó mano a la última carta, la del rayo letal y desintegrador, diciendo: «El problema, compañeras y compañeros, es que existe una conspiración de intelectuales contra la revolución.» Revela Díaz Martínez: «Ante semejante denuncia, pedí la palabra y lo conminé a que dijera los nombres de esos “conspiradores”. No los dijo. Lo que existía era una conspiración del gobierno contra la libertad de criterio.»3 Aunque no los dijo Félix Pita, los nombres de esos intelectuales serían bien conocidos en años siguientes, por las cargas de sufrimiento y ostracismo que algunos, «contrarrevolucionarios» como José Lezama Lima y Virgilio Piñera, iban a soportar hasta el fin de sus vidas.

Rechazo, denuncio el calificativo de «contrarrevolucionario» —ya lo de mercenarismo está incluido a priori, va siempre por la casa— que quiere aplicárseme para pretextar la represión, la eliminación del derecho a habitar una nación y una cultura que siguen vivas y abiertas, porque practique una política intelectual de resistencia que no es la del colaboracionismo, ni la del silencio, ni la del exilio, quizás más bien existencialista. Si me ofende es por falso, la misma razón por la que también creo que carece de valor el tópico del intelectual «revolucionario» que, con un funcionalismo y una economía axiológica reduccionista o excluyente, se ha usado para desnaturalizar la condición del artista o el intelectual —descomplejizarlo, deshumanizarlo, vaciando su pensamiento y su obra— en el periodo que ha seguido al triunfo de la Revolución, dentro de Cuba. Ambas reducciones son figuras impostadas que obedecen al mismo patrón selectivo, pues informan, más que sobre lo particular calificado, sobre una gran voluntad de poder que domina un campo social reducido a su mínima expresión.

El juego de alternancias permisible dentro de tales límites conlleva demasiado fingimiento, simulación, hipertrofia, como el tradicional debate sobre la pertinencia de la crítica social, un problema que de manera oportuna en los anales de la academia quedó suscrito exclusivamente al tópico de la función o el «papel del intelectual revolucionario» dentro de la sociedad. El arte de simular, que es sobrevivir, llevaría a muchos a cruzar las aguas de ese obligado bautismo ideológico rozándolas apenas, adoptando una visión esencialista al aceptar el estereotipo de semejante marca en una forma descontextualizada. El mismo Manuel Díaz Martínez cuenta que, en la reunión del Jurado en que se llegaría a un veredicto final, defendió su propuesta sosteniendo que «Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario —más bien revolucionario por crítico».

Podría justificarse de tal modo esta sinécdoque, la hipostasiación de la figura del «intelectual revolucionario» por el simple y común intelectual de carne y hueso, como se ha hecho frecuente, confiando en que los derechos ganados para uno, para el único existente o realmente aceptado, van a extenderse por contagio al resto. Esta modesta aspiración, sin embargo, disimula quizás en el fondo un desencuentro con la tradición humanista, cuando se intenta dar por obsoleto un modelo ideal, del que ha dependido en buena medida la realización de la cultura occidental —a la que pertenece, por más que quiera negarse a veces, el proceso de la nacionalidad cubana—, en que los intelectuales no solo se representaban a sí mismos y unos a otros, como espejos frente a espejos, sino que aspiraban a expresar, catalizar, significar prerrogativas, derechos y ricas posibilidades de toda la sociedad en su conjunto. En este sentido, la pertinencia social y crítica del intelectual va a estar sujeta a la norma universal del ser humano común y corriente, porque piensa o existe, no más.

Pero el grado de comunicabilidad y crítica ideales que manejan los propugnadores de una estructura de poder maniquea, conveniente, simplificadora, en Cuba, parece reducirse, por desgracia, y cada vez más, a cero. Desiderio Navarro, en la ponencia «In medias res publicas» («En medio de la cosa pública»), presentada en la Conferencia Internacional «El papel del intelectual en la esfera pública» (organizada por el Fondo del Príncipe Claus de Holanda, celebrada en Beirut en febrero del 2000), afirmaba sobre la situación cubana:

«[...] el criterio de la crítica social correcta no sería la verdad, sino la correspondencia de su grado de minuciosidad, escrupulosidad y rigurosidad a cierta medida de lo necesario o conveniente. [...] No criticar del todo o criticar menos de lo necesario o conveniente no es motivo de condena y exclusión. Esto deja ver que el “cero”, la total ausencia, es, en realidad, el grado ideal de crítica social.»4

Así la estrategia favorita de impugnación oficial, tampoco acepta que dentro del dominio público se establezca cualquier plataforma ideoestética para el debate que no esté controlada verticalmente. Con la práctica, esta reacción se ha hecho ley: cerrarle el contrato social al ser humano, descalificando su voluntad, como si se tratase siempre de un microorganismo patógeno que obedeciera a un proceso infeccioso infinitamente superior.

«El más frecuente modo de atacar las intervenciones críticas de la intelectualidad en la esfera pública no es, como sería de esperar, el señalamiento de las consecuencias negativas que supuestamente sus afirmaciones críticas pudieran tener, ni, mucho menos, la demostración del carácter supuestamente erróneo de esas afirmaciones, sino la atribución de condenables intenciones ocultas a sus autores [...]»5

No me estoy cayendo ahora de esta nube. Conocía el riesgo de ser, de «habitar el lenguaje», inclusive aquellos límites rotos y contaminados con ajena realidad. Límites donde siempre le falta oxígeno a las criaturas que luchan por mantener el calor y el temblor de sus sueños. Un día un querido escritor de éxito me aleccionó: «Yo sólo echo las guerras que sé que voy a ganar». Este autor, por supuesto, se las había arreglado para salir y entrar de escandalosos conatos sin desmerecer una certificación de confianza que sólo se expide desde la visión de los vencedores. Pero el éxito real nunca es presencia de nada, ni prueba de vida, al menos jamás en ese sentido rastrero, no visionario. Al revés, pienso que si el plan de mi libertad está condenado al fracaso en lo pequeño y circunstancial, debe adelantarse a estarlo en lo grande: “Ya que no puedo ser libre,/ agrandaré mis prisiones”.6 Si bien la casa común —aunque no la mayor de las que habitamos— que es la historia, la patria, un lenguaje de nuestro ser actualizado y compartido, se muestra inhabitable para las personas ampliamente derrotadas que deben dejar afuera sus excesos de agonía, incluso caídos, el imponderable de ser puede hacernos perdurar delante de la puerta.


Notas:

1 El programa se transmitió por el canal Cubavisión el 21 de marzo de 2011, al día siguiente lo retransmitirían otros canales.
2 «Las razones de Cuba. Ciberguerra: mercenarios en la red», Deisy Francis Mexidor, en: Granma, 22 de marzo, 2011, p. 5.
3 Manuel Díaz Martínez: «Intrahistoria abreviada del caso Padilla».
4 Desiderio Navarro: «In medias res publicas», en: revista La Gaceta de Cuba, no. 3, mayo-junio, 2001, p. 43.
5 Ídem.
6 Verso de Manuel Altolaguirre.

Aclaración al lector


“Hombre en las nubes” es mi bitácora personal. Mis expectativas se basan en cumplir aquí el mandato natural de Dios para vivir y expresarme cual ser racional, socialmente, como toda criatura con libre arbitrio. Considero que mi derecho a pensar y emitir también mis reflexiones es un derecho universal inalienable. Estoy abierto a compartir en ese sentido obras literarias, informativas y de diversa índole, inclusive de otros autores, cuando lo estime pertinente.

No tengo la más mínima posibilidad de acceso regular a internet, ni siquiera a un correo electrónico. No puedo atender y mucho menos controlar, por tanto, los comentarios que los lectores dejan en mis páginas: lo segundo tampoco me interesa. Aunque desease publicar más seguido, resulta imposible, por la misma causa.

Abrir esta bitácora, visibilizar mis pensamientos, ha tenido y tiene un costo muy alto para mí, en la vida “real”, en Cuba, tierra adentro y en una provincia donde no había tradición de este tipo de acto independiente. Por ahora evito tomar nota de semejantes consecuencias. Baste decir que ciertos comentarios difamatorios, ciertos ataques personales, significan sólo la punta de un gran iceberg que pesa sobre mí y mi familia.

La dignidad humana promovida por Cristo creo que puede resumir una base ética en que aspiro a mantenerme firme, a ser coherente. Y, tal como lo espero yo mismo, lo que en este blog se puede esperar o censurar de mis obras, debe de ajustarse a eso.

Nunca he pertenecido a agrupación ni fila política alguna.

Pertenezco a mi familia y punto.

Como intelectual, la nube en que estoy es igual de sencilla: la literatura, la libertad y la agonía de vivir inclinado al bien y a la verdad.

Aunque mañana mismo pueda sentirme destruido, rebajado a menos que polvo, ocurra lo que ocurra, diga lo que diga o muerda lo que me muerda, creo que las nubes o bellezas en que he puesto mi pensamiento no me dejarán contradecirme.
 
17 de marzo de 2011


La palabra Abedul

Foto: Francis Sánchez.
 Yo le dibujé un día la palabra Abedul
al poeta Heberto Padilla,
la palabra que él nunca pudo trepar en su vida tan corta
a donde habíamos salido a correr con los ojos
qué poco nos cortamos con el cristal de los muertos

Yo le di un día como ladrón envuelto en la tristeza
palabras nuevas pero sin domesticar
como rodillas de hierro
abrazos transparentes
que se arquean al roce con la espiga
boca dura de lejanas almendras

Yo le dije un día la palabra Descansa
deja de caminar sobre la tierra
porque este es el mayor prodigio, el de los árboles
no salgas solo al sueño,
no desesperes vivo ante la muchedumbre

Y la palabra Quédate
no tienes que probar más dónde hemos pasado la noche
no tienes que decir nada más
hasta que hablen las estrellas.
  
[Apunte para un caligrama. La grafía debe formar un árbol]

Guatacas

Fotos: Francis Sánchez.
Y me fui por las tiendas en busca de una guataca.

Quizás me había dejado sugestionar repentinamente por la propaganda partidista de que la culpa pende siempre de la voluntad de las mayorías —ay cimarronzuelas que no se dejan gobernar bien—, mientras las ideas salvíficas caen indefectiblemente desde arriba, desde el selecto club de la neurona intransitiva. Quizás probaba a cargar remordimientos como que el estado de coma profundo por el que atraviesa la agricultura socialista sea sólo culpa de los que están más cerca de la tierra, los de abajo —diría el gran novelista Mariano Azuela— en esa pirámide social donde la burocracia manda. A lo mejor me daba latigazos mi conciencia, viviendo como vivía desde siempre en medio de una sabana muy feraz, por no haberle cedido al Estado mi parte en ese contrato social —no de trabajo, sino de simulación— que se resume con un dicharacho muy socorrido y popular en Cuba, síntoma de la era posclasista o la bancarrota eterna: «Uno hace como que trabaja y ellos hacen como que te pagan».

En definitiva yo nunca había empleado muchas horas de mi vida siquiera en esa relación salarial metafísica, comparable con la poesía por lo del “fermoso fingimiento” que señalara el conde de Salinas. Podía arrepentirme, de pronto, por no haber participado tampoco en muchas jornadas de trabajo voluntario bajo la preceptiva del Che Guevara, en busca del hombre nuevo tirando al piso todos los moldes, aquellos «domingos rojos» en que proletarios unidos disipaban el combustible fósil y marchaban desde la ciudad al campo, a sacarle cosecha a los matorrales usando el método alegre de los dioses Orfeo y Baco juntos: cantando, bailando y haciendo percusión con instrumentos agrícolas. 

Lo cierto es que, una mañana, deseoso de ver qué tipo de medios de producción, específicamente azadas, el aparato gubernamental había puesto al alcance del pueblo para hacer más realista el nuevo acto de contrición a que llamaba a las masas, después de etiquetarlas como masas bobas, cuya manutención le costaba los dos ojos de la cara: enfermas de vagancia, indisciplina, improductividad y, en fin, ser como «pichones» con los picos siempre abiertos... me fui por las tiendas, a ver qué guataca teníamos a la vista del bolsillo para escarnio de nuestra ansia de ocio.

Caminé por la ciudad con la sospecha de que mi búsqueda sería en vano. Pero, por suerte, me había equivocado. En el último establecimiento de mi lista, una pequeña ferretería, hallé al fin el servicio de venta de guatacas a la población, o mejor, siendo exactos: la venta de una guataca. Allí esperaba, sola, arrinconada. Con los dígitos del precio fue suficiente para explicarme su estatus marginal entre la mercadería, por qué apenas se dejaba ver colgada en una esquina. ¡Valía 22.45 dólares! Sin duda aquel parecía más el número que identifica la foto de un asesino tras las rejas. Con razón mi guataca tenía la cabeza gacha.

Como es lógico, deduje que el ejemplar expuesto en la picota de los precios ridículos no reunía toda la responsabilidad, se trataría sólo de una muestra, representando la vergüenza de muchas más herramientas de su especie que esperarían ordenadamente dentro de cajas por el retorno de la fe colectiva en el trabajo agrícola. Pero aquel dependiente me sacó de mi error. No existían más en el almacén. Era la única, o sea, un arquetipo platónico y, al mismo tiempo, sus manifestaciones concretas: la Guataca. Quise hacerme el bobo averiguando, aparentemente contrariado, si la escasez se debía a la alta demanda, y el avispado dependiente me sacó de mi disfraz con una sonrisa pícara, diciéndome el precio, por si no lo había visto: «¡22.45 dólares!». Reímos juntos.

Nadie recordaba cuándo había llegado por allí, más bien estorbaba entre los demás productos, como un animal muerto que no se descomponía, nadie lo reclamaba pero tampoco la administración lo mandaba al otro mundo. Obviamente, ni hice amago de pagar por su rescate, pues me disuadía aquella cifra prohibitiva, equivalente a más de un salario promedio.

En lo adelante se me hizo inevitable visitarla cada vez que pasaba cerca, a ver cómo le iba. Un día pregunté si su precio era un karma exclusivo o las que vinieran después valdrían igual. Claro, aún ningún empleado de aquel establecimiento podía saberlo, primero había que empezar por salir de ella. Una tarde me encontré que le habían rebajado la condena, de 22.45, a 14.20 dólares. Tuve la ligera impresión de que mi curiosidad terminaba actuando sobre su destino.

Han pasado los días y las semanas, allí sigue colgada la Guataca. Alguna que otra vez me arrimo al mostrador para mirarla de arriba abajo.

Las imágenes documentales de la gran Reforma Agraria muestran los rostros felices de aquellos agricultores casi sin dientes, casi sin habla, que alzaban por primera vez, gracias a la Revolución (1959), un título de propiedad de la tierra que trabajaban. Sin embargo, en esas estampas campesinas de multitudes que vibraban con el recuerdo de Robin Hood, suele faltar una figura igual de campechana. Si el camarógrafo épico pudiera repetir un retrato del mismo grupo, a través de los años, registrando sus cambios morfológicos, le veríamos salir del anonimato y opacar cada vez más a los pobres que desaparecen aparentemente detrás de su abrazo, engordando y al mismo tiempo afinando sus modales, mientras se atavía con la alta tecnología propia de la burocracia, incluyendo demagogia. Es la figura más favorecida con el gran reparto, pues desde entonces crecería indefinidamente a costa de sus ventajas como persona jurídica: el Estado. Ya el Comandante en Jefe lo dijo entonces: «Si nos cuestionan ¿Cuáles son los límites de las tierras del Estado?, les responderemos: se extienden desde la Punta de Maisí al Cabo de San Antonio, y abarcan las tierras comprendidas entre la costa norte y la costa sur de nuestra isla.»

Al fin y al cabo uno tiene que preguntarse: ¿no habrá algo funcionando de manera retorcida bajo la mismísima tierra? ¿Será una maldición que la utopía de volver al ideal de la comunidad primitiva, en cuanto a hacer que la producción excedente llueva parejo sobre todos, no prende, apenas retoña en esta isla coralina?  En un país donde la necesidad de progreso siempre estimuló el cultivo justo de la noble corteza, después que quedara consumado el apoderamiento del mapa por parte de la suprema voluntad de hacer valer el bien común, supuestamente, sobre todo interés individual, incrementados los índices de alfabetización, niveles de instrucción e higiene, resulta que por todas partes ese mismo control social emerge a la superficie en la forma de una ruina crónica.

Al mismo tiempo que se ralentizaba y frustraba el acceso de las personas naturales, o sea, de carne y hueso, al dominio sobre los medios de producción —como ese, tan individual y difícil de colectivizar: una azada real, manuable, verdaderamente servible—, y a sus beneficios directos, el Estado omnipresente canalizaba el máximo interés de sus instituciones en estimular, premiar, socializar otro tipo de «guatacas». Encontramos en un diccionario muy ilustrativo, El habla popular cubana de hoy, que «Guataca» es adjetivo y sustantivo común con un significado: «adulador», y muchos sinónimos: «besaculo, cachanchán, chicharrón, guatacón, gurrupié, halaleva, hueleculo, tracatán».1 Son los «múltiples servidores intelectuales» que componen «el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes»,2 armas de placer para la autocracia, con efecto mucho más ilusorio e inmasticable, parasitarias, esterilizantes a la larga.

Estas otras «herramientas», propias del sector mejor «leído y escribido», sí se regalan por montones en cada encrucijada de una sociedad cuyos caminos conducen todos a la propiedad estatal y, a través suyo, al centralismo burocrático. Vienen a satisfacer sólo la alta demanda de brillo de la superestructura social, mientras la base económica puede seguir siendo el erial no prometido.

  

1 Argelio Santiesteban: El habla popular cubana de hoy, Ed. de Ciencias Sociales, La Habana, 1985, p. 243.
2 Ángel Rama: La ciudad letrada, Ed. Arca, Montevideo, 1998, p. 32.

17 mar de 2011

A los pies de la Virgen


Fotos: Francis Sánchez.

La imagen de María, madre de Cristo, que hoy peregrina por todo el país anunciando el mensaje amoroso de Dios hecho hombre, llegó a la provincia de Ciego de Ávila este domingo 13 de marzo, cuando entró en el batey de Cunagua.



Con el recorrido nacional de la Patrona de Cuba, la iglesia cubana celebra el 400 aniversario del hallazgo, en la bahía de Nipe, de esta bendita imagen de la Virgen de la Caridad que desde entonces se venera en El Cobre.

Así regresaba a Cunagua la que también se conoce como Virgen Mambisa, pues por aquí había pasado en 1952, entonces para conmemorar el cincuentenario de la República. Por eso esta vez, a la entrada del pueblo, una voz de mujer a través de los altavoces recordaba aquel acontecimiento, citando las crónicas que se publicaron más de medio siglo atrás:

“Procesión por todo el central a las ocho de la noche rezando el rosario, confesiones hasta las dos de la madrugada y misa con 201 una comuniones. Ha sido el central de Camagüey de más entusiasmo, generosidad y limosnas”.


Ahora, quizás con no menos entusiasmo y esperanza, las calles del poblado al norte de la provincia avileña volvieron a llenarse de devoción. Desde muy temprano los vecinos, emocionados, se reunían a ambos lados de la carretera.

Llegaron primero las comunidades católicas del resto de la provincia en una caravana de autos, camiones y ómnibus, y poco después hizo entrada la imagen de la Virgen, escoltada espontáneamente por gente de los alrededores que montaban en bicicletas. Monseñor Mario Mestril, obispo de la Diócesis, dirigió unas palabras a la multitud antes de comenzar la procesión hacia el templo local, donde iba a celebrarse la santa misa en un ambiente muy cálido.



Al tocar el momento de dar la paz, el obispo hizo una excepción atendiendo a la trascendencia de este día y no se saltó, como es costumbre por cuaresma, la invitación a que la comunidad intercambiase saludos. Así tuve la oportunidad de desearle la paz de Cristo a quienes tenía alrededor, incluido aquel señor corpulento y de expresión hermética que me flanqueaba, quien quizás no entendió bien de qué se trataba y, ante mi sincera atención, acabó retirándose. Dos días antes, la última vez que yo había estado sólo por un segundo en contacto con extraños, me habían robado mi teléfono móvil en una operación tan profesional que quedé en shock, cuando intentaba subir a un ómnibus. Para mí, por lo tanto, también se trataba de una simple experiencia de superación del miedo, una cura o terapia de amor para sobrevivientes que la fe cristiana siempre ha llevado adelante.



Compartimos un día desbordado de signos. La fe en Cristo Rey sigue viva y, por intercesión de María, 400 años después del feliz descubrimiento sobre las aguas de la bahía de Nipe, camina por las calles de Cuba.

Salvador, un sillón ocupado en las letras cubanas


Entrevista a Salvador Bueno (fragmento)*


Lo conocí en 1998. Ese año, el 12 de octubre, él recibía el premio “José Vasconcelos” en una ceremonia en el Hotel Nacional de La Habana. La medalla de oro, conferida por el Frente de Afirmación Hispanista (FAH) a intelectuales de la lengua castellana por la obra de toda la vida, entonces ya había ido a parar a personalidades de la talla de Jorge Luis Borges y León Felipe. Se sumaba al selecto grupo con no menos dignidad, como un venerable hombre de letras cuyo trabajo paciente y servicial había contribuido a que se apreciara mejor la literatura cubana más allá de nuestras costas. Coincidentemente, ese día la misma institución mexicana entregaba, con carácter excepcional, el Premio al Talento Joven, a la poeta Ileana Álvarez. En los próximos años compartiríamos varias veces, invitados siempre a actividades en que el FAH y su presidente, el señor Fredo Arias de la Canal, seguirían potenciando el conocimiento del patrimonio literario cubano, imbuidos especialmente por su influjo “salvador”.
Fue al año siguiente, en Holguín, adonde viajamos para homenajear a la poetisa Lalita Curbelo, que le pedí que me dejara encender una pequeña grabadora, en medio de una de aquellas pláticas de sobremesa que él aderezaba con sus diversos saberes y con el rico anecdotario de quien había sido no solo investigador, sino también protagonista o testigo excepcional de los avatares de la literatura y la sociedad criollas durante buena parte del siglo XX. Entonces el siglo estaba llegando a su fin, cerrándose, buen pretexto para pedirle a mi interlocutor un breve repaso, una revisión no solo de lo que dejaban esos cien años, sino además de su propia y peculiar mirada. No me animaba al comienzo más que el interés por recoger, como una curiosidad, parte del tesoro de aquellas conversaciones, y conocer de cerca a alguien que había preferido dedicar sus energías al estudio y la promoción de otros autores y de la tradición, bien desde una cátedra universitaria, bien como articulista, o bien —así desdeñaba la vejez, manteniéndose aún muy activo— dirigiendo la Academia Cubana de la Lengua. Quise aprovechar para retrotraerle a la situación frente a un joven que pregunta en un aula, a medias porque no sabe, a medias provocativo.
Al volver a mi casa, enseguida preparé la transcripción y se la envié con este mensaje: “Aquí le hago llegar una copia textual de la entrevista que logré grabarle en los días agitados de nuestra estancia en el hotel Pernik de Holguín. Tal como me comprometí, se la entrego para que la revise y la enmiende todo cuanto usted entienda conveniente, y luego me la devuelva.” Pero pasó el tiempo y pasó... y cada vez que lo llamaba por teléfono, pedía otra prórroga. Hasta que volvimos a coincidir en torno a una mesa, entonces no le dio más vueltas al asunto: creía que tal vez se le había soltado la lengua a propósito de algunos temas sensibles que, viéndolo bien, seguían siendo incómodos, al menos mientras algunas personas implicadas estuvieran vivas. Me pidió que dejase correr un poco las aguas bajo el puente. Lo cierto es que el respeto me hizo guardar esta entrevista, y desde entonces ha permanecido inédita.
Al ausentarse físicamente, Salvador Bueno (La Habana, 1917-Ídem, 2006) clausuraba una extensa obra en que trabajó hasta última hora, compuesta sobre todo de investigaciones, ensayos, artículos y antologías, que empezó cuando en 1950 publicara Contorno del modernismo en Cuba (Talleres Tipográficos de Editorial Lex, La Habana), una conferencia que había pronunciado en la Universidad del Aire el 3 de septiembre. Después, en 1953, la Comisión Nacional de la UNESCO imprimiría Medio siglo de literatura cubana (1902-1952). Su Historia de la literatura cubana, adaptada para el programa oficial vigente en los institutos de segunda enseñanza de Cuba, apareció en 1954 con el sello Minerva y luego se seguiría reeditando tras el triunfo de la Revolución. Entre sus monografías sobresale El negro en la novela hispanoamericana (Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1986), con que había obtenido en 1978 el grado de Candidato de Doctor en Ciencias Literarias por la Academia de Ciencias de Hungría. Los hitos de la poesía también recibieron siempre el beneficio de su atención, desde Imagen del poeta Milanés, una separata de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí (La Habana, 1963).
En sus últimos años, las responsabilidades como Presidente de la Academia Cubana de la Lengua lo tuvieron ocupado en la misma humildad donde Dulce María Loynaz había dejado esta institución al morir. Por entonces fue el promotor principal de la colección Clásicos Cubanos que, gracias al financiamiento del FAH, pero con el sello de la Academia, devolvió a la vida y puso otra vez en circulación muchos libros imprescindibles, siempre con sus prólogos y notas. Ya en la última etapa de su vida recibió otros reconocimientos que vinieron a validar el homenaje de sus amigos mexicanos. Mereció el Premio Internacional Fernando Ortiz, en el 2000, luego en esa misma fecha el Premio Nacional de Investigación Cultural, y cuatro años después, el Premio Nacional de Ciencias Sociales.
Cuando ya ha corrido no poca lluvia bajo el puente, creo que es necesario que entregue a otros aquella parte de sus palabras que un día recogí.


Su amor a la literatura, ¿herencia familiar?

Yo no puedo decir que en mi familia tenga el antecedente de algún pariente que se haya dedicado a la literatura. Aunque mi padre sí era un gran lector y también, según me dijo, siendo muy joven había escrito algunos artículos. Yo pienso que las etapas de la vida cubana por las que he pasado, fueron las que me llevaron a interesarme por la literatura, como una expresión necesaria del hombre, es decir, de toda la sociedad. Estudié en el Instituto de la Habana en una época tormentosa, cuando hubo hasta un ataque del ejército y de la policía, creo que el 3 de marzo de 1934, donde nos lanzaron bombas lacrimógenas. Incluso existe una crónica que publica después Pablo de la Torriente sobre aquel hecho terrible que había ocurrido allí, en un lugar donde habían cientos de muchachos y muchachas. Como la policía estaba exacerbada, cualquier gesto de repulsa era suficiente motivo para emprenderla contra nosotros. En aquella situación, teníamos largos períodos de tregua, la mayoría de las veces por huelgas de los mismos estudiantes, aunque en definitiva siempre era el gobierno el que cerraba las aulas. Después de la caída de Machado se abrieron los institutos para hacer los cursos relámpagos, pero en eso vino la huelga de marzo del 35 y se volvieron suspender las clases, y así estuvimos otros meses. Todo eso me fue inclinando, además, a la lectura. En los largos períodos en que no había obligaciones estudiantiles me dediqué a leer todo lo que caía en mis manos, no solo obras de pura creación como novelas, cuentos o poemas, sino que también leía ensayos críticos, históricos… Leía mucho, de lo bueno y de lo malo, en posiciones contradictorias, lo que yo pienso que en definitiva me abrió un espectro muy amplio.

¿En estos inicios, como hombre de pensamiento, usted estaba ya marcado por lo social?

Esa vocación nació y se desarrolló a lo largo de esos años en el Instituto de la Habana, luego en el Instituto de la Víbora y por último en la Universidad, porque la agitación continuó a lo largo de todos esos años. Entré a la universidad en 1938, y Abel Santamaría en 1942. La situación de inquietud que había en Cuba era muy grande, sobretodo entre los estudiantes. Entre profesores de todo tipo y calaña, encontré que los había ciertamente muy positivos para los alumnos porque no solo eran buenos en su materia, sino que mantenían una posición cívica que nos impulsaba a nosotros a seguir sus pasos. Por ejemplo, allí estaba Vicentina Antuña que nos transmitía sus inquietudes, de esa manera también nos orientaba. Yo creo que esos fueron unos años de lucha valiosísimos para mí en ese sentido, porque iba aprendiendo con los libros y más allá de los libros.

Foto: Salvador Bueno y el autor de esta entrevista, Holguín, 1999.


Entrando en la materia de sus propios desvelos, ¿qué piensa de la poesía cubana del siglo XX en comparación con la del XIX? ¿Aquella espiral ascendente —como diría Lezama— que significó sin duda la poesía del XIX, en relación con lo que se escribía entonces en el resto de América, cree que haya continuado durante esta última centuria?

Considero que en la poesía cubana del siglo XX no se podrá ver fácilmente esa espiral ascendente del XIX. Aunque es indudable que los poetas cubanos de esta última centuria van mostrando primero un gran deseo de estar en la actualidad del mundo, mantenerse al tanto de las ideas, de las tendencias, y, por otra parte, una gran voluntad de ser  auténticos con ellos mismos. Esto es algo que a mí me parece esencial siempre para un poeta: querer ser auténtico consigo mismo. Ocurre que en los quince primeros años del siglo, la poesía escrita en Cuba estaba retrasada en relación con la del resto de hispanoamérica. Sin embargo, de esa etapa de desilusión fueron surgiendo grandes poetas como Regino Boti, José Manuel Pobeda, Agustín Acosta y otros. Y, de esa forma, a pesar de lo que significó la frustración de la República, ellos buscaron los mejores modos de expresarse teniendo en cuenta la situación del país. Pobeda, por ejemplo, muestra una poesía y una prosa de un escepticismo total, pero también tiene una gran ira… Hay un poema de él que se llama “Trapo sucio”, dedicado a la bandera, donde le dice precisamente a la gente que su bandera era eso, un trapo. Así fue cómo después surgió otra poesía entre 1920 y 1930, donde encontramos también a autores notables que reaccionaban contra sus antecesores sin llegar a apartarse totalmente de ellos. Son poetas como Tallet y Regino Pedroso, que por un lado se inclinan mucho a las preocupaciones sociales y al mismo tiempo también poseen un escepticismo que van a ir tratando de aplacar. Entonces sobreviene un importante acontecimiento, la revolución contra Machado, que significa una nueva frustración para los cubanos, porque cuando esperábamos que los gobiernos surgidos tras la caída del tirano mejorarían la situación del país, ocurrió todo lo contrario. El caso más evidente fue el de Grau San Martín, quien fuera elegido por una mayoría enorme, y, además, con unas manifestaciones de entusiasmo tremendas, esto Cintio Vitier lo cuenta muy bien en su novela De peña pobre.1 Había júbilo porque salía electo por fin un presidente popular, y sobrevino la frustración generalizada. Entonces, yo creo que con esas recaídas siempre va surgiendo el espíritu rebelde del cubano que se coloca frente a esos vacíos y frente al mismo escepticismo que brota de semejantes experiencias. Ahí tenemos el caso de Chibás que es, yo diría, un reformista, pero que mueve en torno suyo a una serie de muchachos que después van a dar origen a la generación del centenario. Y, además, en la poesía (parecía ya que no estábamos hablando de poesía) hay grandes maestros que nacen a principios del siglo, Nicolás Guillén en 1902, Lezama en 1910... Esas figuras importantes van logrando que se les escuche. Guillén por su particular expresión, por su propia comunicatividad, la que lograba quizás más fácilmente que otros.

¿Cree que sea exagerado referirse a Orígenes como un movimiento?

No, porque sin duda era un movimiento. Hay que ver que Lezama, y los más jóvenes, Eliseo, Cintio, Fina, son los que le van a dar vitalidad. Tal es así que viene la Revolución que obliga a tomar actitudes, y Lezama y ellos se quedan en Cuba. Aunque dicen que él trató de irse, pero lo cierto es que se quedó en Cuba cuando su hermana se fue. Él era un hombre que vivía muy sumergido en su propio ambiente. Recuerdo cómo una vez en su casa me confesó que él no podía vivir sin las manchas de humedad que se veían en las paredes, o sea, aquello que al fin y al cabo alimentaba su asma, precisamente las manchas que lo mataban.

Con la Revolución, ¿qué significación seguía teniendo para usted Lezama?

Te voy a decir algo que seguro te va a asombrar, mucha gente ya no recuerda que Lezama Lima fue vicepresidente de la UNEAC. Yo tengo un carnet con su firma. El carnet de la UNEAC había que renovarlo cada cierto tiempo, pero yo guardé el mío, y lo conservo como un tesoro, un carnet de la UNEAC con la firma de Lezama Lima como vicepresidente, es decir, vicepresidente sustituto, pero que al salir Guillén al extranjero se quedaba cumpliendo funciones como uno de los vicepresidentes primeros.

¿En qué época?

La UNEAC se funda en 1961, y eso es en los primeros diez años. Además, en 1959 se ofrecen una serie de conferencias en la escalinata de la Universidad, allí invitan a los poetas y escritores más destacados, hay un aporte de Tallet, un aporte de Regino Pedroso, y también de Lezama, pero ese testimonio de él casi no se conoce, aunque sí fue publicado ya, porque Ciro Bianchi lo incluyó en un libro donde pudo reunir muchos trabajos de él dispersos y poco conocidos.2 La iniciativa de ofrecer esa conferencia en la escalinata, ese testimonio suyo hay que pensarlo muy bien. Es decir, que algunos han tenido el deseo de acentuar el carácter retraído o el carácter antirrevolucionario de Lezama, pero hay que leer detenidamente su obra.

En la segunda mitad del siglo XX, tenemos la poesía que se hace ya dentro de este proceso revolucionario.

Hay hasta un debate en torno a lo que se ha llamado “Primera generación poética de la Revolución”, algunos que venían publicando antes de la Revolución, como es el caso de Roberto Fernández Retamar, y también los que empezaron a publicar ya en los primeros años. Entonces, en 1959, aparecen los festivales del libro cubano, y allí nos encontramos una selección de poesía joven que preparan Retamar y Fayad Jamís.3 Hay que atender a lo que ellos dicen en el prólogo, y a los autores que están allí incluidos, es algo magnífico. Se va acentuando cada vez más el deseo de identificación con las prioridades de la identidad, pero también el deseo de penetrar en la propia personalidad, y de esa manera yo creo que se lograron los mejores frutos de esa primera etapa de la poesía en la Revolución, es decir, lo que llega a coger fuerza plena con los jóvenes que fundan El Caimán Barbudo en el año 1966, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus…  

¿Cree que en este siglo XX tengamos algún intelectual que sobresalga al extremo de poderle reconocer como la figura más significativa?

Me parece que indudablemente la figura intelectual más importante de este siglo en Cuba es Fernando Ortiz, y pienso que en el nuevo siglo debe suceder que las nuevas generaciones conozcan completamente, y sigan, sus orientaciones. Sus obras deben reeditarse, y habrá que insistir siempre en los mensajes fundamentales de su labor.


Notas:

* “Salvador, un sillón ocupado en las letras cubanas” obtuvo el premio de entrevista “Orlando Castellanos”, de la revista cultural Videncia, 2010. Jurado: Gina Picart, David Leyva y Juventina Soler. Aquí se adelanta sólo un fragmento.

1 Cintio Vitier publica una primera parte de su novela De peña pobre en México, en 1978.
2 Alude a un texto compilado por Ciro Bianchi en Imagen y posibilidad, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1981.
3 Se refiere a la selección Poesía joven de Cuba, Ediciones del Festival del Libro Cubano, La Habana, 1959.