Este 23 de febrero se cumple un año de la muerte de Orlando Zapata Tamayo tras padecer en huelga de hambre por unos 86 días. La prensa oficial se apuró a decir entonces que sólo había caído un mercenario más al servicio del imperio. Pero no todo el público sometido a esa propaganda lo vio así, incluso algunos comunistas confesos dejaron traslucir su perplejidad en comentarios que circulaban por la red de correos: ¿se puede dar la vida, insensiblemente, a cambio de dinero?
El viejo discurso de descrédito contra la disidencia, contra las diferencias, seguía transmitiendo el clásico patrón de pruebas: todos los “otros” carecerían supuestamente no sólo de razón, de motivaciones verdaderas, sino del más mínimo ideal o altruismo. Aunque ahora la deuda con la lógica dejaba a ese discurso sin asideros. Esta víctima era distinta, había cruzado el inmenso umbral de dolor de todo un pueblo hasta entrar en la muerte, yendo en andas de su propia y recia voluntad, allí donde los cubanos por cuestión de su cultura e idiosincrasia no van a cobrar o pedir, sino a ofrendar, a darse a sus semejantes. Aquella visión caricaturesca de disidentes masoquistas, además de títeres, que se buscan el ostracismo y la represión por unos cuantos caramelos que les lancen desde afuera, no parecía ni remotamente ajustarse al caso. Zapata lo dio todo, dio —y aquí este verbo adquiere plena significación— la vida.
El poder absolutista, que siempre ha mostrado rigidez cadavérica, no se permite siquiera en teoría un actor social que disienta legítimamente. Una persona al parecer pierde su más elemental condición humana cuando cuestiona o pone en entredicho ese poder vertical, obteniendo la exclusión que se reserva al monstruo, así el himnario revolucionario está lleno de términos deshumanizantes como “gusano”, “escoria”, “grupúsculo” con que a lo largo de la historia en Cuba se ha institucionalizado el pánico a las disconformidades.
Cabría preguntarle a ese mismo tribunal de censores impolutos, cuál es el prototipo de un disidente que hayan previsto, si es que le concedieran a la vida el derecho a la duda, a que quienes optan por vivir puedan creer que sea insostenible o imposible un modelo social monolítico. Ya que de la rica realidad y de las contradicciones ideológicas no parece emerger a la palestra nacional un antagonista digno de mínimo respeto, alguien a quien se le permita disfrutar el mismo espacio sin ser estigmatizado, entonces, dándole la palabra al juez que no acepta las partes: ¿hay algún tipo de oponente, a priori, aprobado? La persona que rete auténticamente al poder y sus axiomas ¿qué trámites debe seguir, qué condiciones cumplir, al menos en el papel, con tal que no se haga merecedora de castigos y calificativos propios de las ratas? Pero no. La misma compleja realidad y la historia nacionales, traen la respuesta: no está previsto. En una Revolución supuestamente más sagrada que la existencia de las personas a quienes alcanza en su torbellino, donde los medios se trastocan con los fines, sencillamente un buen ciudadano o es “revolucionario” o empieza a dejar de ser un ciudadano.
Se acorrala y aplasta “alimañas” con el pretexto de evitar el daño en los seres humanos o la comunidad. Al negar como individuos las razones o sinrazones del Estado que fuerza a una norma de convivencia degradante ¿cuál marca de diferencia nos queda, de humanismo tácito, en el límite, que nos evite confundirnos con las deformidades ciegas y asesinas que ilustran el bestiario oficial? Herirse a sí mismo, consiste en la prueba de actitud extrema, también casi la única a que puede acudir una persona acorralada y aplastada ya, para argumentar sobre su inocuidad y sus derechos humanos: actos como apartarse del rebaño llevado al seguro redil, la renuncia, el ayuno o el trágico suicidio... Zapata cruzó esos límites. Claro, tampoco fue suficiente: voceros oficiales lo catalogarían de perverso. Sin duda, se convirtió en un mártir.
Continúa la historia empezando donde mismo. También este 23 de febrero ha querido el azar que sea el cumpleaños de Pedro Argüelles, uno de los pocos presos que quedan de aquellos 75 condenados en la primavera de 2003, a pesar de que a mediados del año pasado el gobierno se comprometió a liberarlos todos a más tardar en noviembre de ese mismo año. Para esta fecha, por tanto, Argüelles había planificado su día de visita que le corresponde cada mes y medio aproximadamente. Yolanda, su esposa, tenía preparadas las jabas con lo que iba a llevarle, cuando recibió su llamada: decidía renunciar a esta visita, para pasar su cumpleaños en completo ayuno, como homenaje a la memoria de Orlando Zapata. Quien de nada dispone, aún halla una manera de fortalecerse y expresarse cívicamente, quitándose lo poco que dejan a su alcance.
Yolanda deberá esperar otros 45 días para ver al hombre que ama y del que se siente orgullosa. Con “Apátridas” suele englobarse a la disidencia pacífica, sinónimo aquí de traidor y monstruo. Argüelles ha visto prolongarse su encierro incluso más allá de la promesa gubernamental, hasta llegar a este día en que coinciden su cumpleaños y el primer aniversario de la muerte de Orlando Zapata, precisamente por rechazar la única condición que hasta ahora le han puesto para salir de la cárcel: abandonar su patria.
Estamos velando nuestro cadáver y, al fondo del futuro cavernoso, tiembla una llama, una idea mucho más sobrecogedora que los ojos abiertos de un hombre sin vida: el ánima en pena de la patria “con todos y para el bien de todos”.